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Grossman y Follet, el todo y la nada

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«No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en que se digan» – Sartre

Nadie puede dudar de que el siglo XX fue el más convulso, trágico y devastador de todos los que ha vivido esta estúpida humanidad, pese a que la cantidad de atrocidades y genocidios que se han cometido a lo largo de la Historia es casi infinita. En él se dieron las dos grandes guerras mundiales, la Revolución Rusa, el fascismo y el comunismo (o mejor dicho, Stalinismo), la Guerra Fría y, en definitiva, la metamorfosis de un mundo que fue casi desangrado y que jamás volvería a ser el mismo. Y el súmmum de toda aquella locura, el acontecimiento que hizo capitular a toda la especie humana de la razón y la dignidad fue la metástasis del nazismo por aquella dubitativa Europa, con todo lo que ello conllevó. Así, en las décadas de 1930 y 1940 puede que se diera la acreción de hechos y acontecimientos más importantes e interesantes (y atroces) de la vergonzosa historia humana. Y la literatura no ha sido ajena a este periodo, y nos ha brindado infinidad de títulos que de un modo u otro tomaban alguno de los terribles hechos acontecidos en tan tenebrosa época. Uno de los más brillantes autores que encaró en su obra el horror de la II Guerra Mundial y el Stalinismo fue Vasili Grossman, del que ya hablé en su día, y que nos mostraba con asombrosa precisión (porque él estuvo allí, en el frente y en la liberación de los campos de exterminio) el infinito dolor que allí se vivió. Otro autor (o intento de ello) que no hace mucho también decidió tomar como hilo conductor de una de sus novelas esa guerra ha sido el popular Ken Follet, en la obra central de su trilogía The Century, titulada El invierno del mundo (2012).
Pero el experto en bestsellers no ha sabido, o no ha podido, o las dos cosas, aprovechar el material del que se nutría su novela, porque el resultado no ha podido ser más nefasto, horroroso incluso, muy distante —a años luz— a lo que, por ejemplo, consiguió Grossman con su obra maestra Vida y destino. El invierno del mundo supone un intento de periplo —tedioso y almibarado— por los acontecimientos de aquel conflicto, y el lector en ningún momento siente que esa miríada de personajes que torpemente se nos presenta están viviendo la mayor tragedia que ha visto el mundo jamás. Es más, los fatales hechos son como un elemento de atrezo, que están ahí, de fondo, para que los protagonistas, de un modo u otro, tengan sus relaciones amorosas que es, lamentablemente, sobre lo que se intenta sustentar la débil trama, si es que merece llamarse así. Y para que estos edulcorados y poco creíbles amoríos se den, Follet no duda en colocarlos, con todo el descaro, en situaciones casuales imposibles de creer, porque el azar lo usa de forma indiscriminada, para todo y para todos (los protagonistas siempre acaban encontrándose, da igual en qué lugar del mundo se hallen, al final coinciden milagrosamente). Quizá el escritor británico cree que el amor como él lo presenta —tan adolecente, tan epidérmico— en su novela puede existir en la vorágine de la guerra. En este aspecto Grossman demuestra ser un escritor mucho más inteligente que Follet (tampoco es muy difícil) y trata el amor y todo lo que de él emana de manera que nos lo muestra como único asidero entre el terror, como el que brota frente al miedo ante el pelotón de fusilamiento, como la esperanza de la madre en el gueto cuando le escribe una carta a su hija. Ése es el verdadero amor, el único que de verdad existe, no el de dos jovencitos deseando follar sin que nadie les vea en un rincón oscuro.
Dejando a un lado las enormes limitaciones de Follet al escribir (esas frases cortas, esas expresiones coloquiales tan simples y poco acertadas, esas situaciones forzadas…), el tratamiento que hace del drama resulta escandalosamente superficial; en ningún momento el lector siente lo que el mundo estaba viviendo, llegando a no importarle en absoluto lo que les ocurre a los personajes, los cuales sólo piensan en sus —poco creíbles— relaciones personales. Ni siquiera nos muestra la batalla que se libró por erradicar el avance fascista en Europa, y cuando se intenta acercar al drama de la guerra (como en el ataque a Pearl Harbor) todo queda en un fútil amago de mostrar cierto tono dramático, que por supuesto no consigue. Cuando no se escribe con pasión el único resultado es un producto sin alma carente de todo rastro artístico y estético. Todo lo contrario que Grossman, que nos enseña, en sus novelas y en sus crónicas, las entrañas del monstruo de la guerra con una pasión e intensidad desaforadas, aunando la ficción y el ensayo para contarnos magistralmente lo que millones de personas padecieron tanto en la contienda como en las cámaras de gas. El viaje que nos propone el escritor ruso supone un descenso al infierno que desató la sinrazón, con pasajes muy intensos y dramáticos cuando nos coloca, por ejemplo, en la batalla de Stalingrado, pero también nos muestra el infinito amor que emana de los corazones de los inocentes, y que de un modo u otro los salva de un mundo destruido. Porque Grossman escribe con una sensibilidad absoluta sobre todo aquello y un respeto hacia todos los que fueron torturados y aniquilados, y es capaz de arrancarnos una lágrima cuando evoca los últimos momentos de tantas vidas. Nada de esto se aprecia en El invierno del mundo, donde lo que debería ser inigualable instrumento para construir una novela imponente (como sin duda pretendía su autor) se convierte en una excusa para las tontunas amorosas de unos protagonistas que no despiertan ninguna empatía porque están completamente vacíos.
A mi parecer la gran diferencia entre ambos escritores es que, como decía Nietzsche («tomar por una profesión el estado de escritor hay que tomarlo, cuando menos, por una forma de estulticia»), Follet ve la escritura como una profesión, un medio para forrarse y vender millones de ejemplares, y para Grossman escribir era un estado, una forma de vivir y ver el mundo. Jamás un autor llegará a conseguir el verdadero propósito de la literatura si su fin es el mercadeo y el ganar pasta con la complicidad de los lectores más volubles. Así, mientras que El invierno del mundo se presenta como una obra hueca, insustancial, superficial y deslavazada, cualquiera de Vasili Grossman nos asombra con una precisa y sincera mirada a lo que de verdad ocurrió, con una apostura artística digna de un maestro que realmente siente la literatura como elemento catártico de las más profundas emociones.