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Maestros, defección profesional

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La verdad, me sorprendió el revuelo que se produjo cuando se publicó hace poco la noticia sobre el famoso examen de oposición a maestro, que incluyó una prueba de cultura básica (de nivel de sexto de primaria), y que suspendió el 86% de los aspirantes. El escándalo fue mayúsculo, copando titulares de todos los medios y hasta llevándolo a debates absurdos en televisión. Creo que esto se debe a la lamentable facilidad que tenemos en este país de asombrarnos de lo más obvio. ¿Y qué es lo obvio? Pues que estos resultados no son una sorpresa si uno es consciente de la infinita incultura y el profuso analfabetismo que impera en este penoso y anquilosado país.

Antes de meterme en faena y de que alguno se escandalice y me eche a los leones —o se ofenda, si no es muy atento a lo que lee—, debo apuntar que hay maestros y profesores en nuestros colegios e institutos de gran valía, que realmente tienen la vocación de enseñar, de transmitir conocimiento, de abrir a sus alumnos a la cultura, de enaltecer una profesión vital para la construcción de una sociedad valiosa y alejada de la ignorancia, y por tanto, hacerla libre. Yo tuve la fortuna de tener un maestro de verdad (varios, pero sobre todo uno), que se preocupaba por sus alumnos, que se comprometía, y que me enseñó mucho más que lo que ofrecían los libros de texto. Claro que los hay, ¿pero cuántos hay, a tenor de los resultados de esa prueba?

Como decía, que una persona —no hablemos ya de un futuro profesional de la enseñanza— no sea capaz de superar un examen de un nivel casi infantil, es preocupante. Pero, ¿no es eso lo que vemos continuamente a diario a nuestro alrededor? Escuchamos las barbaridades que escupen algunos políticos, leemos a periodistas que no saben escribir y nos insultan con textos o frases repletas de incoherencias y faltas de ortografía (o puntuación), o vemos debates —circos— televisivos donde el nivel intelectual es ínfimo. Recuerdo, por citar a una “eminencia” mediática, cuando le preguntaron a la venenosa Esperanza Aguirre por el ilustre Saramago y respondió que no sabía quién era la señora Sara Mago. ¿Se puede definir mejor la situación mental un país?

Porque aquí, en España, y este examen es la prueba de ello, no hay preocupación por la cultura, ni por el arte, ni por el desarrollo intelectual, ni por nada que merezca la pena, que nos engrandezca como personas pensantes que somos. Y cuando hablo de cultura no estoy hablando, por ejemplo, de leer a Homero o a Conrad (eso parece excesivo, ¿no?), sino que me refiero a esos conocimientos básicos que todos deberíamos tener adquiridos desde la infancia. Y este examen arrojó ejemplos muy ilustradores del problema. No saber distinguir entre “basta” y “vasta” o ignorar el significado de “extasiar” es muy grave, pero, repito, en este país es lo común. Aquí las mayores inquietudes de gran parte de la población es el jodido fútbol o el aún más jodido ‘Sálvame’. Y así vamos, hemos construido una nación de burros e ignorantes, que viven en su burbuja de simpleza e idiocia (y probablemente sea por esto el que estemos viviendo una situación en la que el pueblo está siendo machacado por gobernantes con un patente retraso mental).

Estos aspirantes a educadores tuvieron problemas hasta para resumir un texto (ojo, sólo resumir, no quisiera ver el resultado si fuera un análisis), o clasificar un caracol, tan grave es la cosa. No tenían ni puta idea de geografía ni de matemáticas elementales. Pero esto no es una cosa que a estas alturas deba sorprender a nadie, si hay algo que sobra en España, son analfabetos, por muchos títulos universitarios que se expidan al año. Incluso en la universidad, hay profesores con una carencia cultural alarmante, que son expertos —y debo admitir que verdaderos genios— en su materia pero de ahí no pasan, y algo tan básico como colocar una tilde lo ignoran por completo. Y este es un buen ejemplo, si aquellos que están en la cúspide de la enseñanza, los que se encargan de formar a los titulados superiores no saben ni escribir, cómo estarán los demás estratos. Maestros, profesores, catedráticos, supuestos responsables de transmitir conocimiento y formar a sus alumnos, son, en su mayoría, incapaces de construir un texto sin que al posible lector le ardan los ojos.
Si nos detenemos en la carrera de magisterio, esa que supuestamente prepara a los futuros educadores, ¿qué vamos a encontrar? La mayoría de los alumnos la eligen porque el nivel que en ella se exige para acceder a ella y obtener el título es irrisorio, y con el mínimo esfuerzo posible (esto dicho por ellos mismos, no es algo que diga yo) ya pueden presumir de título universitario, sin saber, como se ha visto, ni resumir un texto. Y como consecuencia, más que verdaderos maestros tenemos sedicentes “maestros”.

Creo que debería estar prohibido tener un título académico (cualquiera) si alguien no tiene unos conocimientos mínimos, al menos que sepa leer y escribir (y esto no significa saber juntar letras o leerlas sin más). Un maestro, que debe vehicular la cultura, que su función es difundir el saber, no puede pasearse por las aulas carente de una mínima base, por mucha oposición que haya superado. Por ejemplo, un tío que no haya leído en su vida más que a Ken Follet, no debería ponerse al frente de unos alumnos a enseñarles nada, ya sean matemáticas, física o geografía. La base de toda cultura, para poder transmitir, son los libros, y puede que el sujeto en cuestión sea un fenómeno haciendo números o problemas de termodinámica, pero lleva una carencia de base, necesaria, creo, para educar y enseñar. Y lo vuelvo a repetir, hay maestros y profesores en verdad valiosos y comprometidos de verdad, pero esos resultados son, como mínimo, para preocuparse.