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‘Robinson Crusoe’, el hombre desnudo

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«No sé cómo explicarlo, pero parece existir un secreto destino que nos precipita a convertirnos en instrumentos de nuestra propia destrucción a pesar de que nos demos cuenta de ello y avancemos hacia el futuro con los ojos abiertos. Evidentemente, sólo un decreto fatal, al que me era imposible escapar, podía hacerme desoír las razones juiciosas y la persuasión de mis más recónditos pensamientos, y olvidar los dos claros avisos que acababa de recibir en la primera tentativa.»

Hoy, cuando hemos construido una sociedad blindada, cobijada bajo la casi impenetrable cúpula de la tecnología y el progreso, nos resulta imposible imaginar que toda esa protección dejara de existir, y pensar, sólo por un momento, en qué sería de nosotros si la desnudez se apoderara de nosotros, si nos viéramos privados de cobijo, recursos y protección (aunque este futuro se presenta cada vez más cercano gracias a la crisis pergeñada por los dueños de todos nosotros). No creo que pueda nadie ni siquiera acercarse a vislumbrar la sensación de desamparo y fragilidad que supone el ser desposeído de un mundo tan artificial, pero protector al fin y al cabo. Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719) nos situará en una tesitura parecida, pero nos ofrecerá mucho más, en una novela que es más de lo que parece.

El inglés Daniel Defoe, imaginó una situación algo similar a esa pérdida y lo colocó en un marco siempre tan atractivo para el lector (joven o adulto) como el de los barcos, los naufragios y las islas perdidas. Supo aunar un fuerte componente aventurero con un profundo análisis de la capacidad humana de sobrevivir —subsistir—  cuando es abandonado y alejado del “mundo civilizado”, ese que ha moldeado un ser dependiente por completo del artificio. Es esta doble vertiente tan interesante la que hace de Robinson Crusoe un relato tan hipnótico y fascinante, y convertido por méritos propios en una de las historias más famosas y conspicuas de toda la historia de la literatura.
El planteamiento general no puede ser más sencillo —y más recurrente, sobre todo a partir de su publicación—, pero Defoe sabe manejar la situación con un pulso narrativo pausado pero constante, especialmente en el tratamiento de la soledad del malogrado protagonista. Todo el nudo de la novela, que abarca el periodo donde Crusoe permanece absolutamente solo en la isla, huye de la pretenciosidad en la que podría haber caído, y la sencillez, pero también la profundidad, se apoderan de la narración.

Leer Robinson Crusoe es asistir a todo un manual de supervivencia, a aprender de qué forma alguien que ha perdido casi por completo su lado animal (y hoy ya lo hemos perdido completa e irremisiblemente), debe “volver a las cavernas”, a recuperar los instintos olvidados para sobrevivir por sí solo. Porque ese pobre naúfrago deberá aprender a no sucumbir frente a la falta de comodidades que da el progreso, y no le quedará más remedio que recuperar su yo más “primitivo” e ingeniárselas  para buscar cobijo, alimento y protección; es como si Defoe hubiera resumido la historia de la evolución humana en su relato, desde los hombres de las cuevas a la instauración de la agricultura y la ganadería, incluso de los conflictos entre tribus, clanes o regiones. Pero Robinson no se encuentra estrictamente en una situación de abandono absoluto, posee, gracias a la cercanía de su barco encallado, ciertos materiales y elementos que le harán la vida más fácil, sin los cuales, posiblemente, hubiera perecido, como “hombre civilizado” que es.
Muy definitorio es cuando observa las monedas que encuentra, que no le sirven absolutamente para nada, ese dinero no le es favorecedor para sobrevivir, en cambio, la isla, lo natural, lo vital es lo que le proporcionará el sustento en su abandono; se extrae de ello una mirada a nuestro origen, a la búsqueda del sustento en la naturaleza.
Esta es, sin duda, una obra que ofrece mucho con muy poco, y que injustamente se la ha etiquetado y encasillado como una novela juvenil, cuando con ella sí, los jóvenes disfrutarán, pero igualmente, o más, lo hará el lector curtido.

Pero no se conforma sólo con todo esto, igualmente nos ofrece una brillante muestra de aventura, de la de antes, la que era creíble y vibrante, sin aderezos ni ínfulas hiperbólicas o errabundas. Los accidentados viajes previos al naufragio o el fulgurante segmento final hacen de esta novela todo un ejemplo de vigor e intensidad, pasando de la tranquilidad de la vida diaria en la isla a la agitación e incertidumbre de incursiones caníbales en la misma. El relato pausado y calmo de las más de dos décadas en soledad, se torna vibrante e intenso, conjugando a la perfección ambas vertientes. Incluso Defoe se atreve a sacar a su personaje de “su prisión” y colocarlo en plenos montes Pirineos en un combate memorable frente a los hambrientos lobos ibéricos para no perecer, un giro audaz pero que engrandece una historia ya de por sí fascinante.

Uno de los grandes milagros de Robinson Crusoe es su capacidad de volver a sorprender con una relectura ya en la adultez. Recuerdo que lo leí hace muchos años —no se puede negar que el libro es perfecto para una etapa tierna de la vida— y no sé qué me llevó a cogerlo y sumergirme de nuevo en sus fabulosas páginas, cosa que agradecí de inmediato. Y descubrí, no sin sorpresa, lo mucho que tiene que ofrecer y lo bien que se lo pasa uno viviendo ese aprendizaje vital a solas en la remota isla o asistiendo a vibrantes combates contra caníbales o animales hambrientos. Revivir sensaciones pasadas con tantos nuevos matices es un regalo que esta pequeña joya nos obsequia, y eso, de verdad, es un logro que merece la pena volver a sentir.