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‘Tiempos Difíciles’, la presciencia de Dickens

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«Por primera vez en su vida Louisa había entrado en el hogar de uno de los obreros de Coketown; por primera vez en su vida se hallaba cara a cara con la realidad de la clase trabajadora. Sabía de su existencia y sabía que sus componentes sumaban centenares y millares. Sabía qué suma de trabajo producía un determinado número de obreros en un determinado período. Los había visto, en multitudes, entrar en sus madrigueras o salir de ellas como hormigas o escarabajos […] No pasaban de ser algo al por mayor a partir de lo cual se amasaban enormes fortunas; algo que de cuando en cuando se alzaba como el mar, causaba algunos perjuicios y destrozos (sobre todo a sí mismo), y caía de nuevo; aquello era lo que Louisa sabía de la mano de obra de Coketown. Pero había pensado tan poco en separarla en unidades como en separar las gotas mismas que componían el mar»

El mal universal, que no es actual ni contemporáneo, sino eterno e infinito, instaurado como parte indivisible de la existencia humana, tiene su punto de partida, a modo de semilla o inóculo, en la codicia, desde el mismo momento en que el dinero pasó a ser la religión más sagrada de todas las que se han inventado. Una vez establecido éste como dios absoluto, el siguiente paso fue instaurar un tipo de sociedades que se ha encargado de masacrar todo rastro de dignidad y esperanza en todas las poblaciones habidas y por haber. Ese modelo, aparecido casi en los albores de la humanidad y perfeccionado a lo largo de los siglos, es el de las clases sociales, tan necesarias para unos pocos poderosos y tan criminales para el resto.

Siendo este el mal más absoluto, primordio del sufrimiento y la humillación de tantos seres humanos y el desencadenante de tanta miseria e injusticia, de crímenes disfrazados hoy en día de crisis irreparable —crisis que ni mucho menos es nueva, sino que se le ha atribuido cierto origen para que parezca algo sobrevenido—, todo aquello que ponga de manifiesto la barbarie que esto supone, merece al menos un poco de atención.
Charles Dickens siempre ha sido considerado como una voz de los marginados y los oprimidos, la luz que iluminó las sombras más profundas de una sociedad injusta y desequilibrada, como fue aquella que le tocó vivir, y que era, al fin y al cabo, como todas las malditas épocas. A través de su obra, sencilla y directa pero cargada de un contestatario mensaje en contra de la desigualdad, supo poner de relieve la omnímoda injusticia que campeaba como una plaga, derivada directamente de la sangrante estratificación social que en su tiempo se instauró como modelo definitivo, y que por supuesto hemos heredado.

En Tiempos Difíciles (1854) el genio inglés volvía a desmadejar la inveterada dicotomía de la sociedad para construir una novela soberbia en base a ello, pero centrando todavía más la atención en el desbalanceo entre la clase obrera y la privilegiada. La pequeña ciudad donde se desarrollan los hechos, Coketown, se nos presenta siempre herrumbrosa, en penumbra, caliginosa, donde la luz del sol, debido al humo continuo que expulsan las monstruosas fábricas, es incapaz de bañar e iluminar las descoloridas calles y los mortecinos edificios. En este deprimente marco encuadra Dickens la trama del libro, donde toman protagonismo unos personajes muy definitorios —como siempre en su obra— de cada nicho social, y que por supuesto retratan la forma de vida de cada clase, desde la desgracia del obrero a la opulencia del señor.

El tono gris y apagado de un escenario casi decadente, realza la tenebrosa visión de una sociedad dividida por una insalvable brecha, que inevitablmente separa las categorías de un lado y de otro. Las figuras más destacables de esta maravillosa novela no podían ser otros, el dueño de una fábrica con cientos de trabajadores bajo su mandato, y un humilde obrero, encarnación de la opresión y abandono de la clase trabajadora, incapaz de solazar su sufrimiento. El resto de personajes, también muy importantes y hasta con mayor presencia en la trama —el señor Gradgrind y la férrea educación a la que somete a sus hijos, la penosa experiencia matrimonial de Louisa, la errabunda existencia de Tom, el abandono de Sissy por su padre…— son los catalizadores de una historia que perfectamente podría encuadrarse en nuestro desastroso siglo XXI, tal fue el conocimiento de Dickens de lo que todo aquello supondría.

Tiempos Difíciles puso de relieve las terribles situaciones que aquella incipiente revolución industrial estaba provocando entre las relaciones de los trabajadores y sus dueños, tragedia que se acentuaría en años posteriores y que todavía hoy, de una forma más velada pero igual de humillante, sigue determinando la existencia de tantas personas. El señor Bounderby encarna ese perfil arrogante, ambicioso y cínico de empresario sin escrúpulos capaz de tener en la más profunda miseria a esos mismos que sustentan su propia riqueza, y no duda en tomar a sus subordinados como simples parásitos que encima le exigen derechos como personas trabajadoras que son. La figura de este hombre, hoy tan actual e icónica, es una de las aristas más importantes de la novela, igual que Stephen Blackpool —contrapunto a toda la iniquidad e impudicia de Bounderby—, humilde y sencillo trabajador que será protagonista de los momentos más subyugantes y emotivos de la novela, pese a que su protagonismo será más tangencial.

La vigencia de Tiempos Difíciles en nuestra oscura época la convierte en una lectura reveladora, nos muestra que toda esta locura que estamos sufriendo no es exclusiva de nuestro tiempo, y ya desde el establecimiento de la gran industrialización —y mucho antes— todo estaba dispuesto para la prosperidad de unos y la pobreza de otros, y Dickens fue muy consciente de ello, y lo puso de manifiesto en esta magistral historia, capaz de resumir, a través de una muy interesante hostoria, los verdaderos resortes que engranan este desdichado mundo.