‘Anna Karenina’, ampuloso amor

Anna_Karenina

«Ya sabes que el capital oprime al trabajador. Los obreros y campesinos llevan todo el peso del trabajo y no logran salir, por mucho que se esfuercen, de su situación de bestias de carga. Todas las ganancias, todo aquello con que pudieran mejorar su estado, descansar o instruirse, lo devoran los dividendos de los capitalistas.»

Siempre me han resultado curiosas las eternas listas en las que se enumeran “los mejores (libros, películas, discos, pinturas, etcétera) de la historia”. Tengo que reconocer que me parecen interesantes, porque normalmente pueden aportar algo nuevo a ese interminable número de “pendientes” que uno suele tener. Pero dichas listas no dejan de ser algo incompleto per se, en primer lugar porque parten siempre —lógicamente— de la subjetividad del individuo o individuos que las hacen, y en segundo porque no creo que nadie haya leído todos los libros publicados en la historia o visto todas las películas filmadas. Pero sí hay que admitir que normalmente se incluyen obras ineludibles para cualquiera con un mínimo de interés en determinado arte. Pese a ello, a veces nos encontramos verdaderos engendros que inexplicablemente figuran entre los elegidos (¡hace poco vi la endeble película Matrix entre las mejores películas de Sci-Fi!). Y también he visto siempre entre los libros ineludibles, Anna Karenina (Lev Tolstói, 1877).

Después de haberlo leído, me pregunto cómo es posible que una historia como esta figure entre las mayores cimas de la literatura universal, incluso por delante de la otra gran (esta sí) novela de Tolstói, la magistral Guerra y Paz (1869). Igual que me asombra ver Cien años de soledad, pero ese es otro tema. Anna Karenina resulta ser una previsible historia sobre los avatares amorosos de dos parejas aristócratas, pero que en casi ningún momento consigue transmitir la desolación y desesperación de unos personajes, eso sí, muy bien dibujados en un ambiente fantásticamente retratado. No es ni mucho menos una novela fallida, tiene las suficientes virtudes como para ser considerada una buena muestra del talento de Tolstói, pero no llega a ser la obra maestra que muchos dicen, ni siquiera puedo considerarlo como un libro magistral.

Como decía antes, Anna Karenina palidece frente a Guerra y Paz; incluso frente a los relatos de este autor que he leído, principalmente porque carece del ritmo necesario para no caer en el tedio en una novela tan extensa (supera las mil páginas). En numerosas ocasiones nos vemos fuera de la trama, con situaciones que no consiguen provocar interés, cuya aportación vale de poco a lo narrado. Igualmente está carente en su mayor parte de trepidación alguna, cosa que sí se daba en Guerra y Paz, situando al lector en demasiadas ocasiones en pasajes insulsos que rompen la armonía de la lectura. Tolstói no acierta al manejar la diégesis de esta obra, errando en la construcción de una trama que atrape al lector. En cierto sentido —salvando las enormes distancias estilísticas, estéticas y formales— las sensaciones al leer Anna Karenina son equiparables a las que muestra El amor en los tiempos del cólera, ambas son novelas que intentan desarrollar las complejas situaciones emanantes de ese artificio que es el amor, pero que naufragan cuando se enfrentan al verdadero patetismo que en éste subyace, ofreciendo un relato demasiado epidérmico de las relaciones humanas. Basta con mencionar Madame Bovary (Gustave Flaubert, 1857) como ejemplo de novela ejemplar sobre lo deletéreo y la nocividad del amor (entre otras muchas cosas).

Pero indudablemente, y tratándose de un gran escritor como sin duda es Tolstói, Ana Karenina tiene sus aciertos, que hacen de ella una novela más que correcta. Como ya he apuntado, el perfilado de los personajes está admirablemente cuidado, con personalidades verdaderamente interesantes, al igual que la ambientación de situaciones y sucesos (ese preciso dibujo de la burguesía rusa de la época…), algo que el ruso siempre supo manejar de maravilla. Incluso hay que reseñar que hay momentos de gran calado emocional, en los que prepondera una belleza que lamentablemente no se mantiene en el resto de la narración. Una menor extensión hubiera hecho de Ana Karenina un libro mucho más interesante, despojado de pasajes innecesarios.
Probablemente el mejor tramo de todo el libro se encuentre en la recta final, centrada en el personaje más interesante, Levin, y nos sorprende con las reflexiones de un hombre perdido y desorientado, que duda de todo, hasta de su vida, y durante aproximadamente cincuenta páginas la novela consigue un ritmo y un tono extraordinarios, con una pulsión psicológica que desemboca en la búsqueda final del bien, que se mostraba sólo de forma velada durante el resto de la novela.

Todo esto hace de esta voluminosa novela de Tolstói una obra irregular, que se pierde en los excesivos meandros narrativos a los que se ve sometida, construyendo un mosaico demasiado fragmentado que impide mantener al lector dentro de la trama. Siendo el amor un tema que se presta a ficciones de gran profundidad (¿pues no es el amor una eterna ficción?), no se aprovechan todas esas posibilidades para ahondar hasta lo más profundo de las relaciones humanas como sí lo han hecho otras mucho más contundentes a la hora de plasmar la villanía del mal llamado motor del mundo. Así, la pericia narrativa de Tolstói para describir caracteres psicológicos, ambientes y sucesos (gran momento la tragedia en la estación de tren), hacen que Anna Karenina no sea una mala novela, pero adolece de carencia de interés en demasiados momentos y de falta de determinación a la hora de plasmar los recovecos de lo amoroso y lo sentimental. Ello unido a una longitud excesiva, hace preguntarme cómo esta novela es considerada una de las cumbres de la literatura universal.

‘De Profundis’, desde las entrañas

“Remontarte a tres años atrás es demasiada distancia para ti, pero nosotros, los que estamos en la cárcel y en cuya existencia no hay más pensamientos que los del dolor, medimos el tiempo por las pulsaciones del sufrimiento y el índice de amarguras”

Si hablamos de grandes creadores, de aquellos cuya imaginación y talento han hecho girar la rueda del pensamiento, que han llevado consigo el estandarte de la salvación humana, que han sabido dar el más valioso sentido a su existencia, los que han impelido el avance hacia cotas superlativas del arte escrito, sin duda Oscar Wilde pertenece a esta élite tan poco reconocida. Porque, no nos engañemos, ¿cuánta gente es capaz de apreciar, sentir o agradecer las creaciones de los más eminentes artistas? Un irrisorio porcentaje, eso sin duda. Incluso dentro de lo que podríamos llamar “mundo literario”, los más portentosos artesanos de palabras, los colosos que han forjado y legado obras irrepetibles, gozan de escaso reconocimiento (hablando de un público general), en favor de otros “autores” cuyos productos huecos y carentes de todo rastro artístico son ensalzados como adalides de la literatura, y por supuesto, con ventas estratosféricas. Me pregunto cómo se sentirían hoy gente como Dickens o Melville entre tanto Daw Brown y Stephenie Meyer.

Oscar Wilde es, a falta de otro concepto mejor, un ciclón de arrolladora belleza plástica. Se le han atribuido multitud de adjetivos, sobre todo relacionados con su forma de vivir, que si un dandi, que si un elitista o un esteta, cuando, sin ser éstos desafortunados, lo que era por encima de todo era un artista, pero en el más estricto sentido del término. Un hombre para el que el arte era el eje primordial de su vida, que sentía que la creación artística debía brotar de cada emoción humana, que decía, en este ‘De Profundis’, que él había sido “una encarnación del arte y la cultura de su época”. Quizás este comentario pudiera parecer pretencioso o cargado de vanidad, pero no exageraba Wilde con sus palabras, él era consciente del relieve artístico de sus obras, de que su preocupación por buscar los caminos para desnudar la realidad eran únicos y convertirla en una expresión capaz de rendir los sentidos.

Sí, era un esteta en todos los ámbitos, pese a lo recurrente del adjetivo. Buscaba la belleza en cualquier recodo de la realidad, tanto en su propia estética e imagen como en su obra. Y a este personaje único e inigualable, como a otros muchos genios universales, le llegó la desgracia de la forma más cruel posible, con una acusación delirante de sodomita y recluído dos años en una prisión, la de Reading. Su único “pecado”, su “indecencia” fue amar por encima de todas las cosas a Alfred Douglas, un vividor que, pese a profesar el mismo afecto a Wilde, fue el causante -indirecto- de su desgracia. De todo ello, de su relación con el joven y con la familia de éste -a la sazón propiciadora del encarcelammiento del escritor-, nos habla en ‘De Profundis’, pero no sólo de eso, el arte y la belleza del mundo también son partícipes de esta extensa carta dirigida a su fatal amor.

La escritura fluye de una manera dolorosa, Wilde escribe con los girones de su corazón, desde la dignidad perdida y la ignominia sobre su persona. Porque la carta que le escribe a su querido Alfred lo hace entre los muros de la prisión, en la reclusión tan injusta a la que se vio condenado, volcando en cada línea los infinitos reproches hacia un amante que lo utilizó para vivir una vida de lujo y comodidad. Wilde no entiende que nunca tuviera un gesto de amor hacia él, ni en la dificultad ni en la enfermedad, y sobre todo que lo usara en el profundo y eterno conflicto con su progenitor. El gran escritor se vio en un fuego cruzado entre un padre y padre y su hijo que acabó pagando de la peor forma posible, con un juicio y una condena a dos años de reclusión y trabajos forzados.
Y pese a todo, pese a perder su prestigio, su dignidad, su familia, su fortuna, en esta epístola, entre tanto dolor y sufrimiento, subyace un profundo sentimiento de amor. Oscar Wilde aún mantiene un apego irracional hacia Alfred, que no lo expresa de forma manifiesta, pero se puede intuir entre tantos lamentos y sinsabores. Sabe que ha sido utilizado como arma arrojadiza en la guerra familiar de los Douglas y como fuente económica para la vida disoluta de su amante, que las consecuencias han sido desastrosas, pero aún mantiene una latente atracción pese a la angustia y tristeza que son testigos de su condena (al salir de la cárcel volverían a encontrarse y mantener una breve relación).
No sólo la influencia de Alfred fue nefasta para la dignidad y la fortuna del escritor irlandés, también lo fue para su obra, porque mientras estuvo a su lado no fue capaz de escribir nada, sus intentos de iniciar algún proyecto se veían entorpecidos por la vida excéntrica y derrochadora de una persona absolutamente perniciosa y egoísta (ninguna carta envió a la prisión mientras cumplía condena). Fue, en definitiva, la verdadera condena del escritor.

Y el arte, cómo no, también aparece de forma imperante en la carta, no podía ser de otra manera tratándose de Wilde, y lo hace partícipe de su dolor y su acedia (“Ahora sé que el dolor, la más noble emoción de que es capaz el hombre, es a la vez el modelo más original y la piedra de toque del gran arte”). Ese es su salvavidas, el asidero al que se aferra para no caer en la desesperanza en un mundo al que no pertenece. Brillantes son las divagaciones sobre arte y vida que escribe desde su pestilente celda, unas líneas que sólo podrían brotar con semejante fuerza desde la desesperación y la incomprensión.

La carta la termina poco antes de salir de Reading. Saldría completamente arruinado para volver a caer en las manos de Alfred durante un tiempo, cosa que no duraría mucho, yéndose a vivir a París para acabar su vida en la indigencia de la peor manera posible. Moría “el rey de la vida”, como se hacía llamar, moría y con él acababa una de las más injustas y trágicas historias de la literatura universal. Al expirar el siglo, expiraba también el gran “profesor de estética”.