La literatura como salvación

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Levantar la vista y ver miseria, dolor, injusticia, hambre, guerra, muerte, abandono, una humanidad abismada por su propia impudicia y estupidez, y darnos cuenta de que más allá de nuestra realidad más o menos distorsionada, más o menos cómoda, se erige la verdadera cara de la existencia, cruda, abyecta, cruel, terrible, que jamás entenderemos porque no nos atañe. O sí, el nuevo orden mundial establecido por esa infalible creación que es la crisis (generadora de ricos aún más ricos y pobres aún más pobres), acerca cada vez más esa tenebrosa realidad a los que se creían a salvo, a los que pensaban que el hambre y la miseria eran casi una entelequia que leía en los periódicos o veía en la televisión. No, hoy nadie está libre de caer en desgracia, salvo que seas uno de los corruptos capitostes que dirigen el cotarro gracias a los idiotas que los votan, en aras de instaurar definitivamente la plutocracia más venenosa disfrazada de idílica democracia. Parece una broma que después de millones de años evolución, el animal más inteligente de la naturaleza (y sin embargo el más tonto) haya llegado a esta situación, y que la humanidad esté chapoteando y hundiéndose en la inmundicia más miasmática.

Así, en este mundo tan imperfecto (porque el ser humano lo ha hecho imperfecto, a su imagen y semejanza), poco puede haber que lo redima, que lo enaltezca y lo haga de alguna forma habitable. Difícil iluminar tanta negrura, tantas tinieblas, tanto vacío. Pero si es el hombre el origen de toda la malignidad y crueldad, también es él el responsable de esos pequeños destellos luminosos que lo ennoblecen y dignifican. Son las artes, las bellas artes, las que de algún modo dibujan sus liberadores trazos en el oscuro lienzo que se le presenta. La música, la pintura, la escultura, el cine, la literatura, todas esas manifestaciones emanan de la más admirable humanidad (porque el arte toma como materia prima al hombre) de aquellos que pusieron su intelecto e inquietudes al servicio de lo bello, de lo estético, de lo humano.

Si atendemos a la literatura, pese a la patente y descorazonadora involución que sufrió en la segunda mitad del siglo XX y sufre —aún más acentuada— a principios del XXI, jamás podremos negar que es una de las más excelsas artes de todas las que existen (¿acaso alguna no lo es?) y sobre todo de las más preeminentes y necesarias. Porque son los libros los depositarios del saber, de la verdadera sabiduría, que ha sido plasmada a lo largo de los siglos en inmortales obras que atesoraron los más bellos poemas, los pensamientos más profundos o las historias más épicas. Ya desde las epopeyas o tragedias griegas, los grandes pensadores (todo escritor es un pensador, cuando su cometido no es ganar dinero o fama), ya nos hablaron de lo fatídico del mundo o de la guerra; de lo desolador del odio, la venganza o la envidia; de los amores más pasionales y criminales; de las más bellas ensoñaciones. En ese sentido podríamos decir que la literatura es el arte más omnímodo, más acaparador de emociones y belleza, el que abraza con más tentáculos la aspiración a una conmoción y catarsis espiritual.

Evidentemente alguien que piense que leer es un simple entretenimiento para llenar los ratos libres, jamás comprenderá el verdadero cometido ni objetivo (ni función) de la literatura. No se puede leer a Hermann Hesse y creer que uno ha leído tan sólo una interesante historia sobre un hombre solitario, el extraño viaje de un brahmán, o la vida de un niño un tanto peculiar. De ahí viene la enorme degradación de la literatura actual —emanante de una sociedad inculta y aletargada intelectualmente—, de la distorsión que ha sufrido su verdadero valor y objetivos en pos de un vacuo entretenimiento, aparte de la lamentable conversión en una sucia industria de mercaderes cuyo único fin es el económico. Asusta ver la poca gente que realmente ve lo que es la literatura, incapaz de apreciar el arte de transmitir (e inquietar, conturbar, agitar, enseñar, provocar…) con la palabra escrita, que no es otra cosa que la manifestación y transcripción del ideario intelectual del artista (igual que en la música, la arquitectura, la pintura o el cine, por otra parte), cuya causa final es la sinapsis de lo narrativo con lo bello, con lo estético. Ese contacto y su obligada fusión debe conseguir una transmisión de elementos (todo lo que compone la narración, sea del tipo que sea) capaces de tocar y hollar en lo más profundo del lector.

La cultura, el arte (como la literatura), es la única forma de salvación del ser humano, pero también de redención. En la insondable oscuridad que todo lo abarca, la literatura fue el instrumento para encandecer los relumbrantes destellos de inventiva e ingenio de los grandes maestros, de Hesse, como he dicho, pero también de Faulkner, de Camus, de Wilde, de Cervantes, de Poe, de Dostoyevski, de Dickens, de Hugo, de Balzac, de Chejov, de Galdós, de Orwell, de Grossman, de Huxley, de Melville, de Stevenson y de otros muchísimos más. Todos ellos junto a otros artistas prendieron la llama de la razón y la lucidez, agitando las inmóviles aguas de la ignorancia y regalando al género humano una parte de la dignidad perdida.

Libros y lamentos…

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«El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad» – Miguel de Unamuno

A raíz de la última Feria del Libro de Madrid, ha saltado una polémica, creo que justificada y necesaria, sobre la profusa irrupción de famosos y faranduleros populares en el mercado literario. La queja, totalmente legítima, vino a cargo de Almudena Grandes, veterana ya en las letras españolas, que en una columna en El País arremetía contra esos personajes, normalmente provenientes de la televisión, y más concretamente de la telebasura, que publican novelas, ensayos o libros de autoayuda y pretenden que pasen como literatura a ojos de todos. A esta crítica tan acertada, cargada de razón y que muy pocos escritores consagrados se atreven a hacer, contestaron airada y efusivamente algunos de los aludidos, como la tal María Teresa Campos, presentadora de un programa donde pululan los desechos de los buscatalentos musicales haciendo el ridículo, y que tiene en el mercado un libro creo que sobre Letizia Ortiz (interesantísimo, ¿verdad?). La otra en entrar en la terna, Mercedes Milá, omnipresente cabeza visible del espacio más deleznable de la televisión, ese en el que una manada de chimpacés se pasan el día intentando follarse a todo bicho viviente como los individuos básicos que son.

Esta purulenta corriente de “famoseo literario” venida sobre todo de los bajos fondos televisivos, donde un arte tan serio y compejo como la literatura es vilipendiado por unos oportunistas que aprovechan su popularidad para hacer caja a costa de sus incautos admiradores, suele ser apoyada con argumenos tan débiles y pedestres como que el tirón popular de estos famosetes hace que las ventas se disparen, o la tan penosa, dañina y estúpida afirmación de que “lo que importa es que la gente lea, da igual el qué”. El principal valuarte que enarbolan los defensores de esta literatura basura, independientemente de la calidad o calado intelectual de las obras (nulo, me temo), es el primero que he comentado, que incrementan en gran medida las ventas de libros, y las editoriales se ven beneficiadas y pueden salvar de alguna manera los estragos de ese invento tan productivo para muchos llamado crisis. Y aquí entramos directamente en la demostración de que la literatura, salvo milagro, está condenada sin remisión. ¿Por qué? Por que ha sido fagocitada por aquello que ha condenado el mundo hasta sus cimientos, y que rige el destino de todos nosotros, lectores y no lectores: el jodido dinero; a lo que se suma el escaso interés global por una literatura de cierto fuste intelectual y que ofrezca algo más que un burdo y ramplón entretenimiento.

La raíz del asusto, a mi parecer, se encuentra en las editoriales (no todas, pero sí las más visibles), que han transmutado el alma de la literatura en un asqueroso negocio y se han olvidado de que el arte escrito jamás puede tener como objetivo el lucro (lógicamente, los escritores deben vivir de algo, pero esa es la consecuencia, no el fin del escritor, al menos del honesto), sino la creación y transmisión de emociones, de lo humano a través del inmenso poder expresivo de la palabra. Cuando algún sujeto de estos decide escribir una novela —o decide que se la escriban, que es lo más común—, sabe de antemano que no le van a faltar novias a la hora de publicarla, sólo con la fama que haya podido acaparar entre la población más voluble ya tiene asegurada dicha publicación por la editorial de turno, dispuesta a cercenar el espíritu literario en pos de la siempre preponderante ganancia económica.
En este punto, debo matizar que cada uno es libre de leer lo que le venga en gana, no estoy criticando eso, al menos en este texto.

El avispado lector me puede recriminar ahora varias cosas. La primera, que por qué estos lumbreras no tienen derecho a escribir su libro, quizá alguno de estos arribistas literarios tiene la inventiva y la honestidad necesarias para crear una obra aceptable, y que su egresión hacia la literatura sea justificable. Bien, no digo que no, quizá a alguno le suene la flauta, pero de lo que estoy hablando es del fenómeno en su conjunto, de las siempre dañinas tendencias, del tsunami de libros “escritos” por asiduos de los sucios mingitorios televisivos, a saber, Mercedes Milá, María Teresa Campos, Jorge Javier Vázquez (capitoste de los más bochornosos embolismos nacionales), Sandra Barneda, Màxim Huerta, Nuria Roca, Carmen Lomana, y un largo y penoso etcétera. Pero lo peor de todo es la injusta ventaja que toda esta pléyade de “intelectos” tiene respecto a los escritores noveles (y no tan noveles), los cuales tienen realmente difícil que alguna editorial se fije en ellos, quedando la mayoría de ellos, muchos verdaderamente valiosos, ignorados y olvidados por culpa de unas empresas incapaces de aquilatar una verdadera obra literaria. Volvemos a lo mismo, vender es para muchos lo único que cuenta (y sobre esto hablaré, creo, en alguna futura publicación).
La segunda cosa posiblemente achacable a lo que estoy exponiendo, es que esas ventas enriquecen el sector, como dije antes, que al aumentar los ingresos, el mercado editorial sigue adelante. Soy tajante con eso, sustentar la literatura —y todo lo que supone— en productos de nulo valor artístico de unos impostores es una infamia, una destrucción gradual de uno de los pilares básicos del ser humano, reduciendo la forma de expresión escrita a un mero y ruín mercado cuyo fin último es la pasta.

Un ejemplo: el anteriormente mencionado Jorge Javier Vázquez, ha publicado su “novela” en Planeta, la más poderosa y conspicua editorial del país (pese a que la mayoría de sus publicaciones rozan lo risible y el esperpento). Fácil lo ha tenido el tal Jorge Javier para meterse de lleno en el ya caliginoso mundo literario de la mano de un gigante del sector. ¿Meritos? A la vista están…

Maestros, defección profesional

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La verdad, me sorprendió el revuelo que se produjo cuando se publicó hace poco la noticia sobre el famoso examen de oposición a maestro, que incluyó una prueba de cultura básica (de nivel de sexto de primaria), y que suspendió el 86% de los aspirantes. El escándalo fue mayúsculo, copando titulares de todos los medios y hasta llevándolo a debates absurdos en televisión. Creo que esto se debe a la lamentable facilidad que tenemos en este país de asombrarnos de lo más obvio. ¿Y qué es lo obvio? Pues que estos resultados no son una sorpresa si uno es consciente de la infinita incultura y el profuso analfabetismo que impera en este penoso y anquilosado país.

Antes de meterme en faena y de que alguno se escandalice y me eche a los leones —o se ofenda, si no es muy atento a lo que lee—, debo apuntar que hay maestros y profesores en nuestros colegios e institutos de gran valía, que realmente tienen la vocación de enseñar, de transmitir conocimiento, de abrir a sus alumnos a la cultura, de enaltecer una profesión vital para la construcción de una sociedad valiosa y alejada de la ignorancia, y por tanto, hacerla libre. Yo tuve la fortuna de tener un maestro de verdad (varios, pero sobre todo uno), que se preocupaba por sus alumnos, que se comprometía, y que me enseñó mucho más que lo que ofrecían los libros de texto. Claro que los hay, ¿pero cuántos hay, a tenor de los resultados de esa prueba?

Como decía, que una persona —no hablemos ya de un futuro profesional de la enseñanza— no sea capaz de superar un examen de un nivel casi infantil, es preocupante. Pero, ¿no es eso lo que vemos continuamente a diario a nuestro alrededor? Escuchamos las barbaridades que escupen algunos políticos, leemos a periodistas que no saben escribir y nos insultan con textos o frases repletas de incoherencias y faltas de ortografía (o puntuación), o vemos debates —circos— televisivos donde el nivel intelectual es ínfimo. Recuerdo, por citar a una “eminencia” mediática, cuando le preguntaron a la venenosa Esperanza Aguirre por el ilustre Saramago y respondió que no sabía quién era la señora Sara Mago. ¿Se puede definir mejor la situación mental un país?

Porque aquí, en España, y este examen es la prueba de ello, no hay preocupación por la cultura, ni por el arte, ni por el desarrollo intelectual, ni por nada que merezca la pena, que nos engrandezca como personas pensantes que somos. Y cuando hablo de cultura no estoy hablando, por ejemplo, de leer a Homero o a Conrad (eso parece excesivo, ¿no?), sino que me refiero a esos conocimientos básicos que todos deberíamos tener adquiridos desde la infancia. Y este examen arrojó ejemplos muy ilustradores del problema. No saber distinguir entre “basta” y “vasta” o ignorar el significado de “extasiar” es muy grave, pero, repito, en este país es lo común. Aquí las mayores inquietudes de gran parte de la población es el jodido fútbol o el aún más jodido ‘Sálvame’. Y así vamos, hemos construido una nación de burros e ignorantes, que viven en su burbuja de simpleza e idiocia (y probablemente sea por esto el que estemos viviendo una situación en la que el pueblo está siendo machacado por gobernantes con un patente retraso mental).

Estos aspirantes a educadores tuvieron problemas hasta para resumir un texto (ojo, sólo resumir, no quisiera ver el resultado si fuera un análisis), o clasificar un caracol, tan grave es la cosa. No tenían ni puta idea de geografía ni de matemáticas elementales. Pero esto no es una cosa que a estas alturas deba sorprender a nadie, si hay algo que sobra en España, son analfabetos, por muchos títulos universitarios que se expidan al año. Incluso en la universidad, hay profesores con una carencia cultural alarmante, que son expertos —y debo admitir que verdaderos genios— en su materia pero de ahí no pasan, y algo tan básico como colocar una tilde lo ignoran por completo. Y este es un buen ejemplo, si aquellos que están en la cúspide de la enseñanza, los que se encargan de formar a los titulados superiores no saben ni escribir, cómo estarán los demás estratos. Maestros, profesores, catedráticos, supuestos responsables de transmitir conocimiento y formar a sus alumnos, son, en su mayoría, incapaces de construir un texto sin que al posible lector le ardan los ojos.
Si nos detenemos en la carrera de magisterio, esa que supuestamente prepara a los futuros educadores, ¿qué vamos a encontrar? La mayoría de los alumnos la eligen porque el nivel que en ella se exige para acceder a ella y obtener el título es irrisorio, y con el mínimo esfuerzo posible (esto dicho por ellos mismos, no es algo que diga yo) ya pueden presumir de título universitario, sin saber, como se ha visto, ni resumir un texto. Y como consecuencia, más que verdaderos maestros tenemos sedicentes “maestros”.

Creo que debería estar prohibido tener un título académico (cualquiera) si alguien no tiene unos conocimientos mínimos, al menos que sepa leer y escribir (y esto no significa saber juntar letras o leerlas sin más). Un maestro, que debe vehicular la cultura, que su función es difundir el saber, no puede pasearse por las aulas carente de una mínima base, por mucha oposición que haya superado. Por ejemplo, un tío que no haya leído en su vida más que a Ken Follet, no debería ponerse al frente de unos alumnos a enseñarles nada, ya sean matemáticas, física o geografía. La base de toda cultura, para poder transmitir, son los libros, y puede que el sujeto en cuestión sea un fenómeno haciendo números o problemas de termodinámica, pero lleva una carencia de base, necesaria, creo, para educar y enseñar. Y lo vuelvo a repetir, hay maestros y profesores en verdad valiosos y comprometidos de verdad, pero esos resultados son, como mínimo, para preocuparse.

El hundimiento de la literatura

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Definitivamente todo se ha perdido. Ya nada le queda a este mundo a lo que asirse para salvarse de la miseria y la necedad. Porque, como algunos —sólo algunos— saben, esta pantomima de crisis no es realmente la financiera, sino que ésta deriva de otra aún más grave y arrasadora, la moral. El cataclismo económico es el resultado de un hundimiento ético y de valores por parte de los amos del mundo y de sus muchos seguidores. Estamos en manos de necios, votados por necios. La sociedad es cada vez más estúpida, está definitivamente aborregada y sumisa, más permeable y receptiva que nunca a las imposiciones y mandatos. El servilismo está llegando a un punto de humillación demencial, producto de la profusión de una idiotez cada vez más feroz.

La alineación de la población está permitiendo que uno de los pocos cabos a los que podíamos aferrarnos para no naufragar miserablemente, se esté deshilachando a una velocidad alarmante. Hablo, cómo no, del arte. Porque es éste el gran valedor de la dignidad humana, la fuente de todo conocimiento, la expresión de la más valiosa raigambre cultural. Si nos ceñimos a una de las más eminentes y antiguas artes, la literatura, ésta se ha difuminado en una inabarcable nebulosa de vulgaridad y aséptica ineptitud. Las actuales letras están sufriendo una regresión en todos sus ámbitos como consecuencia de determinados factores que han parasitado la mente humana irreversiblemente.

No hay que ser muy listo para darse cuenta (y tan solo hay que mirar lo que era la gran literatura, la de los auténticos autores, la de los eminentes pensadores, la de las inmortales historias), de lo cerca que estaba antiguamente lo literario de lo popular. Homero, Cervantes, Shakespeare, Dumas, Faulkner, Conrard, Hugo, todos ellos crearon sus obras maestras ante el asombro y admiración de sus coetáneos, sentían que creaban para todos, que tenían un compromiso real y verdadero con sus lectores, de lo cual se infería una pasión necesaria para esculpir obras cargadas de inóculo artístico. Antes se amaba la literatura, por parte del creador pero también del receptor. Esto propiciaba una armonía cuya única consecuencia era una mayor compleción estética para satisfacer a unos quizá ávidos lectores. Como ejemplo, para la distribución de las obras de Alexandre Dumas había que fletar barcos con sus obras para calmar la enfervorecida ansia de sus admiradores. Hoy pasa algo parecido, pero por consumir bazofia en forma de libros.

Ya todo eso casi se ha perdido. El arte ha pasado a ser un negocio exagerado y burdo donde los productos artificiosos y prefabricados copan el mercado, estableciendo las directrices para el éxito o el fracaso. Ver las listas de los más vendidos, o las lecturas que todo el mundo comenta es un desánimo absoluto. Obras cuya raíz literaria es nula columbran los corrillos de la nueva “gente apasionada de la literatura”. Efectivamente, las sagas inicuas y putrefactas presiden las mesas de los más vendidos (o populares, que es lo mismo). Vampiros ridículos, enigmas históricos absurdos, pornografía barata, romanticismo de mercadillo, toda una pléyade de despropósitos que asombrosamente (o no tanto) es devorada por “lectores” enfervorecidos y amantes de lo simple.

Y como producto de esa regresión cultural e intelectual —y mental—, en los últimos tiempos hemos sufrido un tsunami de barbaridades en forma de libro que sólo verlos publicados —y con gran alcance mediático y publicitario—, a uno le dan ganas de arrancarse los ojos y echarlos al fuego más candente. Sin ir más lejos, hace poco salía a la luz el primer tomo (¡el primero!) de las memorias de ese genocida que un día mandó en este país, el ínclito José María Aznar, con presentación por todo lo alto, rodeado de sus más allegados acólitos y lameculos, “eminentes” periodistas entre ellos. En una campaña bochornosa, el ínfimo expresidente se paseaba por los mingitorios de las televisiones para dar bombo a una obra que dudo que a alguien con un mínimo de seso le interese lo más mínimo.
Igualmente he visto la publicación de otros abortos literarios, como el del Papa que creo que habla sobre la infancia de Jesús de Nazaret (como si hubiera datos fidedignos sobre esta etapa de la vida del personaje como para escribir un libro). O una tropelía si cabe aún mayor, un repaso a la “fascinante” vida del jugador del Real Madrid, Sergio Ramos. Lo dicho, el naufragio editorial y literario avanza más rápido que nunca, a la par que el reblandecimiento cerebral colectivo.

Y todo esto, cuando hay por ahí autores de gran valía, que merecen, no sólo una publicación, sino el reconocimiento de todos. Creadores cuyo magín sobrepasa el de la mayoría de juntaletras que triunfa de forma vergonzosa con historias de un calado literario nulo, donde el valor estético y formal brilla por su ausencia. Pero es lo que impera en este desgraciado mundo, el triunfo de lo simple y la mediocridad. Si vales, te vas a ver sin lugar a dudas hundido en la más profunda y pestilente ciénaga del fracaso; y para más inri, esto no sólo concierne a la literatura…

Sobre libros y su maltrato en la sociedad

Hace tiempo, Rosa Montero, en una de sus columnas en ‘El País’, decía lo siguiente:

“Para qué nos vamos a engañar: de todos es sabido que nadie se molesta en robar un libro. O sea, sí los roban de los anaqueles de las librerías, yo creo que más por cleptomanía y por divertimento que por otra cosa; pero, fuera de ahí, no se los lleva nadie. Tú puedes dejar un coche lleno de libros a la vista, en la barriada más peligrosa y debajo de una farola sin luz, y cuando regreses a la mañana siguiente, las ventanillas de todos los coches adyacentes estarán reventadas por los rateros, pero las tuyas no. Vamos, que yo creo que dejar diseminados puñados de libros por el asiento posterior de un vehículo puede ser incluso un estupendo sistema antirrobos.”

¿Parece exagerado? Pues no lo es. Para la mayoría del mundo un libro no tiene  interés alguno más allá de rellenar una estantería en el salón con tres o cuatro ejemplares, que siempre queda bonito. La elección de la literatura como afición o como fuente de conocimiento ocupa un puesto muy secundario en la escala popular, quedando muy por debajo de otros divertimentos mucho más vacuos e insustanciales, como son la televisión o el fútbol, sin ir más lejos. El reflejo de esto es, por ejemplo, la dificultad de muchos escritores para ejercer su profesión y poder vivir más o menos bien de ella. Son muy pocos los que realmente viven de escribir, y la mayoría de los que consiguen cierto reconocimiento (a nivel de popularidad, no de calidad) suelen ser gracias a su mediocridad, adhesión a la moda imperante o a una gran campaña de marketing, que los hacen llegar al gran público con facilidad, pero ojo, a un público poco exigente y voluble en sus gustos literarios y culturales en general (y quizás haya cientos de autores mucho más valiosos que ven todas las puertas cerradas a la hora de publicar).

Quizás la industria se sostenga gracias a los superventas, a los deleznables productos que se venden como rosquillas, especialmente entre el público adolescente, cuyas pretensiones a la hora de elegir un libro son nulas, y sólo buscan un producto sencillo, directo, de ínfima calidad, y que esté en boga, algo así como el que prefiere comida basura para su dieta. No hay más que ver la ingente cantidad de ejemplares vendidos de sagas vampirescas y sucedáneos, que son devoradas por esas cándidas mentes que poco exigen a la hora de encarar una obra literaria.
Nunca he creído esa estupidez que dice que “lo importante es leer, da igual el qué”. ¿Realmente hay tanta cantidad de gente que piensa esto? No es por nada, pero leer, por ejemplo, algo de la famosa saga ‘Crepúsculo’ hace más mal que bien en las héticas neuronas de los incautos jóvenes.
Lamentablemente, el éxito de la mediocridad hace que miles de “escritores” -mejor dicho, aspirantes a escritores con ganas de llenarse el bolsillo- se lancen como hienas a por un trozo del pastel, y se edienten cientos de obras clónicas del éxito en cuestión, con una calidad incluso inferior -si es que esto es posible- a las originales (esto es extensible igualmente al cine o la música). En los últimos años hemos tenido varios ejemplos de esta avalancha de embaucadores, y con un rápido vistazo a cualquier librería podemos ver cientos de novelitas con vampiros y hombres lobo, sobre misterios históricos y conspiraciones de sociedades secretas, o epopeyas medievales con catedral de fondo.

Y si muchos son los que leen una literatura de dudosa calidad, más son los que ni siquiera huelen un libro en su vida. Gran parte de culpa de este hecho, aparte de una falta de formación en el ámbito familiar, la tienen los lamentables planes de estudio de los que gozan los jóvenes en sus primeros años de formación académica. ¿Por qué es tan importante una buena base literaria en la infancia y posteriores años? Porque es cuando somos más permeables, es en estos años cuando los cimientos que conforman la edad adulta deben construirse con firmeza. Pero no, resulta que a los jóvenes en las aulas se les obliga a leer los clásicos más complejos, lecturas sesudas y difíciles para iniciarse, y lógicamente les parecen inaccesibles, aburridas y tediosas, viendo la literatura como un ser abominable que les priva de otros divertimentos más activos y sociales. Obras de Cervantes, Galdós, Valle-Inclán, Góngora, Quevedo, etcétera no son propicias para iniciar a nadie en la lectura, y menos a unas mentes que aún están en fase de formación y buscan motivaciones más acordes a su edad (y en estos tiempos de acuciante reblandecimiento cerebral juvenil, la cosa se complica más). Y no estoy diciendo que no se estudie literatura clásica, todos debemos conocer como mínimo algo del Siglo de Oro, o las generaciones del 98 o del 27, si de literatura española hablamos, pero orientando a los alumnos a través de obras acordes a su edad y condición intelectual. Y pese al paso de los años, seguimos teniendo un sistema educativo que persiste en la contumaz tradición de endosarle a los jóvenes con calzador obras realmente difíciles.

Sin ir más lejos, yo mismo, que soy un lector más o menos regular, no me interesé realmente por la literatura hasta que decidí por mí mismo escoger mis lecturas. Nunca me atrajeron las duras obras que nos imponían, al igual que a mis compañeros, y nos veíamos desbordados por unos libros que poco nos dejaban entrever (posteriormente vi que era mucho). Y de forma natural, cuando mi afición literaria ya estaba asentada con libros elegidos según mi criterio, me dirigí sin ningún reparo a los clásicos, a esas obras que en mi primera juventud no me decían nada, para enfrentarme a ellos con una base lo suficientemente sólida para leerlos, entenderlos y comprenderlos, y a la vez estudiar a sus autores.

¿De quién es entonces la culpa del escaso peso que tienen los libros en la sociedad? Sin duda del poco interés cultural imperante, pero éste deriva de una educación deficiente y equivocada en el ámbito estudiantil y familiar, que incomprensiblemente nadie quiere ver, ni siquiera los profesores que supuestamente tienen una formación mínima para saber -pero no saben- inculcar a los alumnos el saber elegir sus preferencias literarias, orientar a los jóvenes para que consigan encontrar el tipo de género o autor que los seduzca para desarrollar la inquietud que los llevará sin duda a una mejor comprensión de un arte que parece estar avocado a una minoría cada vez más despoblada.