Levantar la vista y ver miseria, dolor, injusticia, hambre, guerra, muerte, abandono, una humanidad abismada por su propia impudicia y estupidez, y darnos cuenta de que más allá de nuestra realidad más o menos distorsionada, más o menos cómoda, se erige la verdadera cara de la existencia, cruda, abyecta, cruel, terrible, que jamás entenderemos porque no nos atañe. O sí, el nuevo orden mundial establecido por esa infalible creación que es la crisis (generadora de ricos aún más ricos y pobres aún más pobres), acerca cada vez más esa tenebrosa realidad a los que se creían a salvo, a los que pensaban que el hambre y la miseria eran casi una entelequia que leía en los periódicos o veía en la televisión. No, hoy nadie está libre de caer en desgracia, salvo que seas uno de los corruptos capitostes que dirigen el cotarro gracias a los idiotas que los votan, en aras de instaurar definitivamente la plutocracia más venenosa disfrazada de idílica democracia. Parece una broma que después de millones de años evolución, el animal más inteligente de la naturaleza (y sin embargo el más tonto) haya llegado a esta situación, y que la humanidad esté chapoteando y hundiéndose en la inmundicia más miasmática.
Así, en este mundo tan imperfecto (porque el ser humano lo ha hecho imperfecto, a su imagen y semejanza), poco puede haber que lo redima, que lo enaltezca y lo haga de alguna forma habitable. Difícil iluminar tanta negrura, tantas tinieblas, tanto vacío. Pero si es el hombre el origen de toda la malignidad y crueldad, también es él el responsable de esos pequeños destellos luminosos que lo ennoblecen y dignifican. Son las artes, las bellas artes, las que de algún modo dibujan sus liberadores trazos en el oscuro lienzo que se le presenta. La música, la pintura, la escultura, el cine, la literatura, todas esas manifestaciones emanan de la más admirable humanidad (porque el arte toma como materia prima al hombre) de aquellos que pusieron su intelecto e inquietudes al servicio de lo bello, de lo estético, de lo humano.
Si atendemos a la literatura, pese a la patente y descorazonadora involución que sufrió en la segunda mitad del siglo XX y sufre —aún más acentuada— a principios del XXI, jamás podremos negar que es una de las más excelsas artes de todas las que existen (¿acaso alguna no lo es?) y sobre todo de las más preeminentes y necesarias. Porque son los libros los depositarios del saber, de la verdadera sabiduría, que ha sido plasmada a lo largo de los siglos en inmortales obras que atesoraron los más bellos poemas, los pensamientos más profundos o las historias más épicas. Ya desde las epopeyas o tragedias griegas, los grandes pensadores (todo escritor es un pensador, cuando su cometido no es ganar dinero o fama), ya nos hablaron de lo fatídico del mundo o de la guerra; de lo desolador del odio, la venganza o la envidia; de los amores más pasionales y criminales; de las más bellas ensoñaciones. En ese sentido podríamos decir que la literatura es el arte más omnímodo, más acaparador de emociones y belleza, el que abraza con más tentáculos la aspiración a una conmoción y catarsis espiritual.
Evidentemente alguien que piense que leer es un simple entretenimiento para llenar los ratos libres, jamás comprenderá el verdadero cometido ni objetivo (ni función) de la literatura. No se puede leer a Hermann Hesse y creer que uno ha leído tan sólo una interesante historia sobre un hombre solitario, el extraño viaje de un brahmán, o la vida de un niño un tanto peculiar. De ahí viene la enorme degradación de la literatura actual —emanante de una sociedad inculta y aletargada intelectualmente—, de la distorsión que ha sufrido su verdadero valor y objetivos en pos de un vacuo entretenimiento, aparte de la lamentable conversión en una sucia industria de mercaderes cuyo único fin es el económico. Asusta ver la poca gente que realmente ve lo que es la literatura, incapaz de apreciar el arte de transmitir (e inquietar, conturbar, agitar, enseñar, provocar…) con la palabra escrita, que no es otra cosa que la manifestación y transcripción del ideario intelectual del artista (igual que en la música, la arquitectura, la pintura o el cine, por otra parte), cuya causa final es la sinapsis de lo narrativo con lo bello, con lo estético. Ese contacto y su obligada fusión debe conseguir una transmisión de elementos (todo lo que compone la narración, sea del tipo que sea) capaces de tocar y hollar en lo más profundo del lector.
La cultura, el arte (como la literatura), es la única forma de salvación del ser humano, pero también de redención. En la insondable oscuridad que todo lo abarca, la literatura fue el instrumento para encandecer los relumbrantes destellos de inventiva e ingenio de los grandes maestros, de Hesse, como he dicho, pero también de Faulkner, de Camus, de Wilde, de Cervantes, de Poe, de Dostoyevski, de Dickens, de Hugo, de Balzac, de Chejov, de Galdós, de Orwell, de Grossman, de Huxley, de Melville, de Stevenson y de otros muchísimos más. Todos ellos junto a otros artistas prendieron la llama de la razón y la lucidez, agitando las inmóviles aguas de la ignorancia y regalando al género humano una parte de la dignidad perdida.