La precognición de George Orwell

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«El lenguaje político está diseñado para que las mentiras parezcan verdades, el asesinato una acción respetable y para dar al viento apariencia de solidez.»

Allá por 1949, George Orwell publicaba una de las más brillantes, proféticas y demoledoras novelas del siglo XX, vaticinando en ella un futuro aterrador que está a punto de hacerse realidad, si no lo ha hecho ya. El profundo calado político y social del que hacía gala y la pesimista visión de lo que estaba por acontecer convirtieron a 1984 en la más admirada distopía de toda la historia de la literatura (siempre con permiso de la extraordinaria Un mundo feliz (Brave new world,1932) del genial Adouls Huxley). Porque 1984 nos mostraba una sociedad sumisa, dirigida y alienada, siempre bajo la omnipresente mirada del Gran Hermano, encargado de mantener acotados los límites de la libertad incluso en lo privado. Claro está, viviendo en estos tiempos, que Orwell sabía de lo que hablaba, y hoy asistimos a un infecto mundo dominado por los poderes fácticos que hacen y deshacen a su antojo, con total dominio sobre todas las sociedades y capaces de inventarse una crisis para asentar su control económico y político y sumir a las poblaciones en un estado de narcosis y ceguera irreversible.

Los paralelismos de la situación actual (que se ha precipitado y acelerado en muy pocos años gracias al engaño de la estafa financiera) con la terrorífica novela son evidentes, incluso en la pérdida de la privacidad más elemental, sólo que en vez de llamarse Gran Hermano se llama Internet. El dominio es palpable, y no hay más que ver la permisividad de la sociedad ante los abusos y delitos de los que nos dirigen. Porque si no estuviéramos dominados, arrodillados, con el cerebro lavado y bajo el yugo de ese gran poder, hace mucho que ya habríamos cambiado las cosas, y es evidente que “el culto al líder” al que alude Orwell ahora es una realidad. Las democracias no son tales, sino que son totalitarismos encubiertos, como también indica. Su preoucupación por un mundo que caminaba irremediable hacia el abismo se ve reflejada en su obra, pero también en la carta que a continuación transcribo, escrita en 1944 (varios años antes de la publicación de 1984), aparecida recientemente, y que iba dirigida a un tal Noel Willmett. Es una reflexión sobre su visión del nuevo orden que se avecinaba tras el advenimiento del nazismo alemán y donde se vislumbraba lo que vendría con el comunismo en Rusia. No es una misiva muy larga, pero no tiene desperdicio, realmente Orwell era un visionario, un genio, un hombre comprometido y de gran clarividencia. Leed:

Para Noel Willmett
18 de mayo de 1944
10ª Mortimer Crescent NW6

Querido Sr. Willmett,

Muchas gracias por su carta. Usted pregunta si el totalitarismo, la adoración al líder, etcétera, están en ascenso y propone que aparentemente no están creciendo en este país ni en Estados Unidos.

Debo decir que creo, o temo, que, tomando al mundo en conjunto, estos elementos se están expandiendo. Hitler, sin duda, desaparecerá pronto, pero sólo a expensas del fortalecimiento de Stalin, los millonarios anglo-americanos y todas las clases de pequeños fuhrers como De Gaulle. Todos los movimientos nacionales en el mundo, incluso los que se originan en resistencia a la dominación alemana, parecen tomar formas no democráticas, para agruparse alrededor de un fuhrer superhumano (Hitler, Stalin, Salazar, Franco, Gandhi, De Valera son varios ejemplos) y adoptar la teoría de que el fin justifica los medios. En todas partes, el mundo se mueve hacia economías centralizadas, las cuales pueden “trabajar” en un sentido económico pero que no están organizadas en un sentido democrático y que tienden a establecer un sistema de castas. A la par van los horrores del nacionalismo emocional y la tendencia a desconfiar de la existencia de la verdad objetiva porque todos los hechos tienden a encajar con las palabras y profecías de un fuhrer infalible. Ahora la historia ha dejado de existir, por ejemplo, no existe tal cosa como una historia de nuestros tiempos que pueda ser aceptada universalmente, y las ciencias exactas están en peligro debido a que la necesidad de los militares deja de mantener a la gente dentro de los límites. Hitler puede decir que los judíos comenzaron la guerra, y si sobrevive escribirá la historia oficial. Él no puede decir que dos más dos son cinco, porque para los fines de, digamos, la balística, tienen que ser cuatro. Pero si se realiza el tipo de mundo al que le temo, un mundo de dos o tres superestados que son incapaces de conquistarse el uno al otro, dos más dos podrían ser cinco si el fuhrer así lo quisiera. Ésa, según veo, es la dirección en la que nos estamos moviendo, y, por supuesto, el proceso es irreversible.

En cuanto a la inmunidad comparativa de Estados Unidos y Gran Bretaña. Cualquier cosa que los pacifistas, etc., puedan decir, no nos hemos vuelto totalitarios aún y este es un síntoma muy saludable. Creo profundamente, como he explicado en mi libro ‘El león y el unicornio y otros ensayos’, en el pueblo inglés y en su capacidad de centralizar su economía sin destruir su libertad en el proceso. Pero uno debe recordar que Gran Bretaña y Estados Unidos no han sido realmente puestos a prueba, no han conocido la derrota o el sufrimiento extremo, y hay malos síntomas para equilibrar los buenos. Para empezar, tenemos la indiferencia general ante la decadencia de la democracia. ¿Se da cuenta de que, por ejemplo, que nadie en Inglaterra menor de 26 años ha votado y que hasta ahora nadie haya podido ver a la gran masa de gente de esta edad a la que no le importa un carajo esto? Luego, está el hecho de que los intelectuales son más totalitarios en comparación con la gente normal. En conjunto, la “intelligentsia” inglesa se ha opuesto a Hitler, pero sólo al precio de aceptar a Stalin. La mayoría de ellos están perfectamente preparados para los métodos dictatoriales, policía secreta, falsificación sistemática de la historia, etcétera, siempre y cuando no sientan que eso está de “nuestro” lado. En efecto, la declaración de que no hemos tenido un movimiento fascista en Inglaterra quiere decir que los jóvenes, en este momento, están buscando a su fuhrer en otro lado. Uno no puede estar tan seguro de que eso no cambiará; tampoco de que la gente común no pensará en diez años como los intelectuales piensan ahora. Espero que no lo sean, confío en que no lo sean, pero si es así, lo será al precio de un conflicto. Si uno simplemente proclama que todo es en pos de lo mejor y no señala los siniestros síntomas, uno sólo ayuda a la llegada del totalitarismo.

Usted también me pregunta si pienso que la tendencia del mundo es hacia el fascismo, ¿por qué apoyo la guerra? Es una elección de males —Me imagino que toda guerra es eso. Sé suficiente del imperialismo inglés para que no me guste, pero lo preferiría antes de apoyar el nazismo o el imperialismo japonés, como el mal menor. De manera similar, apoyaría a la Unión Soviética contra Alemania porque creo que la Unión Soviética no puede del todo escapar de su pasado y retiene suficientes ideas originales de la Revolución para transformarla en un fenómeno un poco más esperanzador que la Alemania Nazi. Yo pienso, y he pensado desde que la guerra comenzó, en 1936 aproximadamente, que nuestra causa es mejor, pero que tenemos que mantenerla mejor, lo que involucra constante criticismo.

Suyo sinceramente,

Geo. Orwell

La literatura como salvación

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Levantar la vista y ver miseria, dolor, injusticia, hambre, guerra, muerte, abandono, una humanidad abismada por su propia impudicia y estupidez, y darnos cuenta de que más allá de nuestra realidad más o menos distorsionada, más o menos cómoda, se erige la verdadera cara de la existencia, cruda, abyecta, cruel, terrible, que jamás entenderemos porque no nos atañe. O sí, el nuevo orden mundial establecido por esa infalible creación que es la crisis (generadora de ricos aún más ricos y pobres aún más pobres), acerca cada vez más esa tenebrosa realidad a los que se creían a salvo, a los que pensaban que el hambre y la miseria eran casi una entelequia que leía en los periódicos o veía en la televisión. No, hoy nadie está libre de caer en desgracia, salvo que seas uno de los corruptos capitostes que dirigen el cotarro gracias a los idiotas que los votan, en aras de instaurar definitivamente la plutocracia más venenosa disfrazada de idílica democracia. Parece una broma que después de millones de años evolución, el animal más inteligente de la naturaleza (y sin embargo el más tonto) haya llegado a esta situación, y que la humanidad esté chapoteando y hundiéndose en la inmundicia más miasmática.

Así, en este mundo tan imperfecto (porque el ser humano lo ha hecho imperfecto, a su imagen y semejanza), poco puede haber que lo redima, que lo enaltezca y lo haga de alguna forma habitable. Difícil iluminar tanta negrura, tantas tinieblas, tanto vacío. Pero si es el hombre el origen de toda la malignidad y crueldad, también es él el responsable de esos pequeños destellos luminosos que lo ennoblecen y dignifican. Son las artes, las bellas artes, las que de algún modo dibujan sus liberadores trazos en el oscuro lienzo que se le presenta. La música, la pintura, la escultura, el cine, la literatura, todas esas manifestaciones emanan de la más admirable humanidad (porque el arte toma como materia prima al hombre) de aquellos que pusieron su intelecto e inquietudes al servicio de lo bello, de lo estético, de lo humano.

Si atendemos a la literatura, pese a la patente y descorazonadora involución que sufrió en la segunda mitad del siglo XX y sufre —aún más acentuada— a principios del XXI, jamás podremos negar que es una de las más excelsas artes de todas las que existen (¿acaso alguna no lo es?) y sobre todo de las más preeminentes y necesarias. Porque son los libros los depositarios del saber, de la verdadera sabiduría, que ha sido plasmada a lo largo de los siglos en inmortales obras que atesoraron los más bellos poemas, los pensamientos más profundos o las historias más épicas. Ya desde las epopeyas o tragedias griegas, los grandes pensadores (todo escritor es un pensador, cuando su cometido no es ganar dinero o fama), ya nos hablaron de lo fatídico del mundo o de la guerra; de lo desolador del odio, la venganza o la envidia; de los amores más pasionales y criminales; de las más bellas ensoñaciones. En ese sentido podríamos decir que la literatura es el arte más omnímodo, más acaparador de emociones y belleza, el que abraza con más tentáculos la aspiración a una conmoción y catarsis espiritual.

Evidentemente alguien que piense que leer es un simple entretenimiento para llenar los ratos libres, jamás comprenderá el verdadero cometido ni objetivo (ni función) de la literatura. No se puede leer a Hermann Hesse y creer que uno ha leído tan sólo una interesante historia sobre un hombre solitario, el extraño viaje de un brahmán, o la vida de un niño un tanto peculiar. De ahí viene la enorme degradación de la literatura actual —emanante de una sociedad inculta y aletargada intelectualmente—, de la distorsión que ha sufrido su verdadero valor y objetivos en pos de un vacuo entretenimiento, aparte de la lamentable conversión en una sucia industria de mercaderes cuyo único fin es el económico. Asusta ver la poca gente que realmente ve lo que es la literatura, incapaz de apreciar el arte de transmitir (e inquietar, conturbar, agitar, enseñar, provocar…) con la palabra escrita, que no es otra cosa que la manifestación y transcripción del ideario intelectual del artista (igual que en la música, la arquitectura, la pintura o el cine, por otra parte), cuya causa final es la sinapsis de lo narrativo con lo bello, con lo estético. Ese contacto y su obligada fusión debe conseguir una transmisión de elementos (todo lo que compone la narración, sea del tipo que sea) capaces de tocar y hollar en lo más profundo del lector.

La cultura, el arte (como la literatura), es la única forma de salvación del ser humano, pero también de redención. En la insondable oscuridad que todo lo abarca, la literatura fue el instrumento para encandecer los relumbrantes destellos de inventiva e ingenio de los grandes maestros, de Hesse, como he dicho, pero también de Faulkner, de Camus, de Wilde, de Cervantes, de Poe, de Dostoyevski, de Dickens, de Hugo, de Balzac, de Chejov, de Galdós, de Orwell, de Grossman, de Huxley, de Melville, de Stevenson y de otros muchísimos más. Todos ellos junto a otros artistas prendieron la llama de la razón y la lucidez, agitando las inmóviles aguas de la ignorancia y regalando al género humano una parte de la dignidad perdida.

Libros y lamentos…

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«El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad» – Miguel de Unamuno

A raíz de la última Feria del Libro de Madrid, ha saltado una polémica, creo que justificada y necesaria, sobre la profusa irrupción de famosos y faranduleros populares en el mercado literario. La queja, totalmente legítima, vino a cargo de Almudena Grandes, veterana ya en las letras españolas, que en una columna en El País arremetía contra esos personajes, normalmente provenientes de la televisión, y más concretamente de la telebasura, que publican novelas, ensayos o libros de autoayuda y pretenden que pasen como literatura a ojos de todos. A esta crítica tan acertada, cargada de razón y que muy pocos escritores consagrados se atreven a hacer, contestaron airada y efusivamente algunos de los aludidos, como la tal María Teresa Campos, presentadora de un programa donde pululan los desechos de los buscatalentos musicales haciendo el ridículo, y que tiene en el mercado un libro creo que sobre Letizia Ortiz (interesantísimo, ¿verdad?). La otra en entrar en la terna, Mercedes Milá, omnipresente cabeza visible del espacio más deleznable de la televisión, ese en el que una manada de chimpacés se pasan el día intentando follarse a todo bicho viviente como los individuos básicos que son.

Esta purulenta corriente de “famoseo literario” venida sobre todo de los bajos fondos televisivos, donde un arte tan serio y compejo como la literatura es vilipendiado por unos oportunistas que aprovechan su popularidad para hacer caja a costa de sus incautos admiradores, suele ser apoyada con argumenos tan débiles y pedestres como que el tirón popular de estos famosetes hace que las ventas se disparen, o la tan penosa, dañina y estúpida afirmación de que “lo que importa es que la gente lea, da igual el qué”. El principal valuarte que enarbolan los defensores de esta literatura basura, independientemente de la calidad o calado intelectual de las obras (nulo, me temo), es el primero que he comentado, que incrementan en gran medida las ventas de libros, y las editoriales se ven beneficiadas y pueden salvar de alguna manera los estragos de ese invento tan productivo para muchos llamado crisis. Y aquí entramos directamente en la demostración de que la literatura, salvo milagro, está condenada sin remisión. ¿Por qué? Por que ha sido fagocitada por aquello que ha condenado el mundo hasta sus cimientos, y que rige el destino de todos nosotros, lectores y no lectores: el jodido dinero; a lo que se suma el escaso interés global por una literatura de cierto fuste intelectual y que ofrezca algo más que un burdo y ramplón entretenimiento.

La raíz del asusto, a mi parecer, se encuentra en las editoriales (no todas, pero sí las más visibles), que han transmutado el alma de la literatura en un asqueroso negocio y se han olvidado de que el arte escrito jamás puede tener como objetivo el lucro (lógicamente, los escritores deben vivir de algo, pero esa es la consecuencia, no el fin del escritor, al menos del honesto), sino la creación y transmisión de emociones, de lo humano a través del inmenso poder expresivo de la palabra. Cuando algún sujeto de estos decide escribir una novela —o decide que se la escriban, que es lo más común—, sabe de antemano que no le van a faltar novias a la hora de publicarla, sólo con la fama que haya podido acaparar entre la población más voluble ya tiene asegurada dicha publicación por la editorial de turno, dispuesta a cercenar el espíritu literario en pos de la siempre preponderante ganancia económica.
En este punto, debo matizar que cada uno es libre de leer lo que le venga en gana, no estoy criticando eso, al menos en este texto.

El avispado lector me puede recriminar ahora varias cosas. La primera, que por qué estos lumbreras no tienen derecho a escribir su libro, quizá alguno de estos arribistas literarios tiene la inventiva y la honestidad necesarias para crear una obra aceptable, y que su egresión hacia la literatura sea justificable. Bien, no digo que no, quizá a alguno le suene la flauta, pero de lo que estoy hablando es del fenómeno en su conjunto, de las siempre dañinas tendencias, del tsunami de libros “escritos” por asiduos de los sucios mingitorios televisivos, a saber, Mercedes Milá, María Teresa Campos, Jorge Javier Vázquez (capitoste de los más bochornosos embolismos nacionales), Sandra Barneda, Màxim Huerta, Nuria Roca, Carmen Lomana, y un largo y penoso etcétera. Pero lo peor de todo es la injusta ventaja que toda esta pléyade de “intelectos” tiene respecto a los escritores noveles (y no tan noveles), los cuales tienen realmente difícil que alguna editorial se fije en ellos, quedando la mayoría de ellos, muchos verdaderamente valiosos, ignorados y olvidados por culpa de unas empresas incapaces de aquilatar una verdadera obra literaria. Volvemos a lo mismo, vender es para muchos lo único que cuenta (y sobre esto hablaré, creo, en alguna futura publicación).
La segunda cosa posiblemente achacable a lo que estoy exponiendo, es que esas ventas enriquecen el sector, como dije antes, que al aumentar los ingresos, el mercado editorial sigue adelante. Soy tajante con eso, sustentar la literatura —y todo lo que supone— en productos de nulo valor artístico de unos impostores es una infamia, una destrucción gradual de uno de los pilares básicos del ser humano, reduciendo la forma de expresión escrita a un mero y ruín mercado cuyo fin último es la pasta.

Un ejemplo: el anteriormente mencionado Jorge Javier Vázquez, ha publicado su “novela” en Planeta, la más poderosa y conspicua editorial del país (pese a que la mayoría de sus publicaciones rozan lo risible y el esperpento). Fácil lo ha tenido el tal Jorge Javier para meterse de lleno en el ya caliginoso mundo literario de la mano de un gigante del sector. ¿Meritos? A la vista están…

Maestros, defección profesional

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La verdad, me sorprendió el revuelo que se produjo cuando se publicó hace poco la noticia sobre el famoso examen de oposición a maestro, que incluyó una prueba de cultura básica (de nivel de sexto de primaria), y que suspendió el 86% de los aspirantes. El escándalo fue mayúsculo, copando titulares de todos los medios y hasta llevándolo a debates absurdos en televisión. Creo que esto se debe a la lamentable facilidad que tenemos en este país de asombrarnos de lo más obvio. ¿Y qué es lo obvio? Pues que estos resultados no son una sorpresa si uno es consciente de la infinita incultura y el profuso analfabetismo que impera en este penoso y anquilosado país.

Antes de meterme en faena y de que alguno se escandalice y me eche a los leones —o se ofenda, si no es muy atento a lo que lee—, debo apuntar que hay maestros y profesores en nuestros colegios e institutos de gran valía, que realmente tienen la vocación de enseñar, de transmitir conocimiento, de abrir a sus alumnos a la cultura, de enaltecer una profesión vital para la construcción de una sociedad valiosa y alejada de la ignorancia, y por tanto, hacerla libre. Yo tuve la fortuna de tener un maestro de verdad (varios, pero sobre todo uno), que se preocupaba por sus alumnos, que se comprometía, y que me enseñó mucho más que lo que ofrecían los libros de texto. Claro que los hay, ¿pero cuántos hay, a tenor de los resultados de esa prueba?

Como decía, que una persona —no hablemos ya de un futuro profesional de la enseñanza— no sea capaz de superar un examen de un nivel casi infantil, es preocupante. Pero, ¿no es eso lo que vemos continuamente a diario a nuestro alrededor? Escuchamos las barbaridades que escupen algunos políticos, leemos a periodistas que no saben escribir y nos insultan con textos o frases repletas de incoherencias y faltas de ortografía (o puntuación), o vemos debates —circos— televisivos donde el nivel intelectual es ínfimo. Recuerdo, por citar a una “eminencia” mediática, cuando le preguntaron a la venenosa Esperanza Aguirre por el ilustre Saramago y respondió que no sabía quién era la señora Sara Mago. ¿Se puede definir mejor la situación mental un país?

Porque aquí, en España, y este examen es la prueba de ello, no hay preocupación por la cultura, ni por el arte, ni por el desarrollo intelectual, ni por nada que merezca la pena, que nos engrandezca como personas pensantes que somos. Y cuando hablo de cultura no estoy hablando, por ejemplo, de leer a Homero o a Conrad (eso parece excesivo, ¿no?), sino que me refiero a esos conocimientos básicos que todos deberíamos tener adquiridos desde la infancia. Y este examen arrojó ejemplos muy ilustradores del problema. No saber distinguir entre “basta” y “vasta” o ignorar el significado de “extasiar” es muy grave, pero, repito, en este país es lo común. Aquí las mayores inquietudes de gran parte de la población es el jodido fútbol o el aún más jodido ‘Sálvame’. Y así vamos, hemos construido una nación de burros e ignorantes, que viven en su burbuja de simpleza e idiocia (y probablemente sea por esto el que estemos viviendo una situación en la que el pueblo está siendo machacado por gobernantes con un patente retraso mental).

Estos aspirantes a educadores tuvieron problemas hasta para resumir un texto (ojo, sólo resumir, no quisiera ver el resultado si fuera un análisis), o clasificar un caracol, tan grave es la cosa. No tenían ni puta idea de geografía ni de matemáticas elementales. Pero esto no es una cosa que a estas alturas deba sorprender a nadie, si hay algo que sobra en España, son analfabetos, por muchos títulos universitarios que se expidan al año. Incluso en la universidad, hay profesores con una carencia cultural alarmante, que son expertos —y debo admitir que verdaderos genios— en su materia pero de ahí no pasan, y algo tan básico como colocar una tilde lo ignoran por completo. Y este es un buen ejemplo, si aquellos que están en la cúspide de la enseñanza, los que se encargan de formar a los titulados superiores no saben ni escribir, cómo estarán los demás estratos. Maestros, profesores, catedráticos, supuestos responsables de transmitir conocimiento y formar a sus alumnos, son, en su mayoría, incapaces de construir un texto sin que al posible lector le ardan los ojos.
Si nos detenemos en la carrera de magisterio, esa que supuestamente prepara a los futuros educadores, ¿qué vamos a encontrar? La mayoría de los alumnos la eligen porque el nivel que en ella se exige para acceder a ella y obtener el título es irrisorio, y con el mínimo esfuerzo posible (esto dicho por ellos mismos, no es algo que diga yo) ya pueden presumir de título universitario, sin saber, como se ha visto, ni resumir un texto. Y como consecuencia, más que verdaderos maestros tenemos sedicentes “maestros”.

Creo que debería estar prohibido tener un título académico (cualquiera) si alguien no tiene unos conocimientos mínimos, al menos que sepa leer y escribir (y esto no significa saber juntar letras o leerlas sin más). Un maestro, que debe vehicular la cultura, que su función es difundir el saber, no puede pasearse por las aulas carente de una mínima base, por mucha oposición que haya superado. Por ejemplo, un tío que no haya leído en su vida más que a Ken Follet, no debería ponerse al frente de unos alumnos a enseñarles nada, ya sean matemáticas, física o geografía. La base de toda cultura, para poder transmitir, son los libros, y puede que el sujeto en cuestión sea un fenómeno haciendo números o problemas de termodinámica, pero lleva una carencia de base, necesaria, creo, para educar y enseñar. Y lo vuelvo a repetir, hay maestros y profesores en verdad valiosos y comprometidos de verdad, pero esos resultados son, como mínimo, para preocuparse.

El hundimiento de la literatura

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Definitivamente todo se ha perdido. Ya nada le queda a este mundo a lo que asirse para salvarse de la miseria y la necedad. Porque, como algunos —sólo algunos— saben, esta pantomima de crisis no es realmente la financiera, sino que ésta deriva de otra aún más grave y arrasadora, la moral. El cataclismo económico es el resultado de un hundimiento ético y de valores por parte de los amos del mundo y de sus muchos seguidores. Estamos en manos de necios, votados por necios. La sociedad es cada vez más estúpida, está definitivamente aborregada y sumisa, más permeable y receptiva que nunca a las imposiciones y mandatos. El servilismo está llegando a un punto de humillación demencial, producto de la profusión de una idiotez cada vez más feroz.

La alineación de la población está permitiendo que uno de los pocos cabos a los que podíamos aferrarnos para no naufragar miserablemente, se esté deshilachando a una velocidad alarmante. Hablo, cómo no, del arte. Porque es éste el gran valedor de la dignidad humana, la fuente de todo conocimiento, la expresión de la más valiosa raigambre cultural. Si nos ceñimos a una de las más eminentes y antiguas artes, la literatura, ésta se ha difuminado en una inabarcable nebulosa de vulgaridad y aséptica ineptitud. Las actuales letras están sufriendo una regresión en todos sus ámbitos como consecuencia de determinados factores que han parasitado la mente humana irreversiblemente.

No hay que ser muy listo para darse cuenta (y tan solo hay que mirar lo que era la gran literatura, la de los auténticos autores, la de los eminentes pensadores, la de las inmortales historias), de lo cerca que estaba antiguamente lo literario de lo popular. Homero, Cervantes, Shakespeare, Dumas, Faulkner, Conrard, Hugo, todos ellos crearon sus obras maestras ante el asombro y admiración de sus coetáneos, sentían que creaban para todos, que tenían un compromiso real y verdadero con sus lectores, de lo cual se infería una pasión necesaria para esculpir obras cargadas de inóculo artístico. Antes se amaba la literatura, por parte del creador pero también del receptor. Esto propiciaba una armonía cuya única consecuencia era una mayor compleción estética para satisfacer a unos quizá ávidos lectores. Como ejemplo, para la distribución de las obras de Alexandre Dumas había que fletar barcos con sus obras para calmar la enfervorecida ansia de sus admiradores. Hoy pasa algo parecido, pero por consumir bazofia en forma de libros.

Ya todo eso casi se ha perdido. El arte ha pasado a ser un negocio exagerado y burdo donde los productos artificiosos y prefabricados copan el mercado, estableciendo las directrices para el éxito o el fracaso. Ver las listas de los más vendidos, o las lecturas que todo el mundo comenta es un desánimo absoluto. Obras cuya raíz literaria es nula columbran los corrillos de la nueva “gente apasionada de la literatura”. Efectivamente, las sagas inicuas y putrefactas presiden las mesas de los más vendidos (o populares, que es lo mismo). Vampiros ridículos, enigmas históricos absurdos, pornografía barata, romanticismo de mercadillo, toda una pléyade de despropósitos que asombrosamente (o no tanto) es devorada por “lectores” enfervorecidos y amantes de lo simple.

Y como producto de esa regresión cultural e intelectual —y mental—, en los últimos tiempos hemos sufrido un tsunami de barbaridades en forma de libro que sólo verlos publicados —y con gran alcance mediático y publicitario—, a uno le dan ganas de arrancarse los ojos y echarlos al fuego más candente. Sin ir más lejos, hace poco salía a la luz el primer tomo (¡el primero!) de las memorias de ese genocida que un día mandó en este país, el ínclito José María Aznar, con presentación por todo lo alto, rodeado de sus más allegados acólitos y lameculos, “eminentes” periodistas entre ellos. En una campaña bochornosa, el ínfimo expresidente se paseaba por los mingitorios de las televisiones para dar bombo a una obra que dudo que a alguien con un mínimo de seso le interese lo más mínimo.
Igualmente he visto la publicación de otros abortos literarios, como el del Papa que creo que habla sobre la infancia de Jesús de Nazaret (como si hubiera datos fidedignos sobre esta etapa de la vida del personaje como para escribir un libro). O una tropelía si cabe aún mayor, un repaso a la “fascinante” vida del jugador del Real Madrid, Sergio Ramos. Lo dicho, el naufragio editorial y literario avanza más rápido que nunca, a la par que el reblandecimiento cerebral colectivo.

Y todo esto, cuando hay por ahí autores de gran valía, que merecen, no sólo una publicación, sino el reconocimiento de todos. Creadores cuyo magín sobrepasa el de la mayoría de juntaletras que triunfa de forma vergonzosa con historias de un calado literario nulo, donde el valor estético y formal brilla por su ausencia. Pero es lo que impera en este desgraciado mundo, el triunfo de lo simple y la mediocridad. Si vales, te vas a ver sin lugar a dudas hundido en la más profunda y pestilente ciénaga del fracaso; y para más inri, esto no sólo concierne a la literatura…

Una pincelada de ‘Los Miserables’ para estos tiempos

Es preciso que la sociedad se fije en estas cosas, pues que ella es su causa.

Juan era, como hemos dicho, un ignorante; pero no era un imbécil. La luz natural ardía en su interior; y la desgracia, que tiene también su luz, aumentó la poca claridad que había en aquel espíritu. Bajo la influencia del látigo, de la cadena, del calabozo, del trabajo, bajo el ardiente sol del presidio, en el lecho de tablas del presidiario, se encerró en su conciencia y reflexionó.

Se constituyó en tribunal.

Principió por juzgarse a sí mismo.

Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Confesó que había cometido una acción mala, culpable; que quizá no le habrían negado el pan si lo hubiese pedido, que en todo caso hubiera sido mejor esperar para conseguirlo de la piedad o del trabajo, que no es una razón que no tiene réplica el decir: ¿se puede esperar cuando se padece hambre? Que es muy raro el caso que un hombre muera literalmente de hambre, y que afortunada o desgraciadamente el hombre está constituido de modo que puede sufrir mucho y por mucho tiempo, moral y físicamente, sin que le hiera la muerte, que le era preciso haber tenido paciencia, que esto hubiera sido mejor para sus pobres niños, que había sido un acto de locura en él, desgraciado criminal, coger violentamente a la sociedad entera por el cuello y figurarse que se puede salir de la miseria por medio del robo, que es siempre una mala puerta para salir de la miseria la que da entrada a la infamia, y, en fin, que había obrado mal.

Después se preguntó:
Si era el único que había obrado mal en tan fatal historia; si no era una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo; que él, laborioso, careciese de pan; si el castigo no había sido feroz y extremado después de cometida y confesada la falta; si no había más abuso por parte de la ley en la pena, que por parte del culpado en la culpa; si no había un exceso de peso en uno de los platillos de la balanza, en el de la expiación; si el recargo de la pena no era el olvido del delito, y no producía por resultado el cambio completo de la situación, reemplazando la falta del delincuente con el exceso de le represión, transformando al culpado en víctima y al deudor en acreedor, poniendo definitivamente el derecho de parte del mismo que lo había violado; si esta pena, complicada con recargos sucesivos por las tentativas de evasión, no concluía por ser una especie de atentado del fuerte contra el débil, un crimen de la sociedad contra el individuo; un crimen que empezaba todos los días; un crimen que se cometía continuamente por espacio de diecinueve años.

Se pregutó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en un caso su imprevisión irracional, y en otro su impía previsión; y de apoderarse para siempre de un hombre entre una falta y un exceso; falta de trabajo, exceso de castigo.

Se preguntó si no era injusto que la sociedad tratase así precisamente a aquellos de sus miembros peor dotados en la repartición casual de los bienes, y por lo tanto a los miembros más dignos de consideración.

Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó.
La condenó a su odio.

La hizo responsable de su suerte, y se dijo que no dudaría quizá en pedirle cuentas algún día. Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido; concluyendo, por fin, que su castigo no era ciertamente una injusticia, pero era seguramente una iniquidad.
La cólera puede ser loca, absurda; el hombre puede irritarse injustamente; pero no se indigna sino cuando tiene razón en el fondo por algún lado. Juan Valjean se sentía indignado.

Además, de la sociedad no había recibido sino males: nunca había conocido más que esa fisonomía iracunda que se llama Justicia y que enseña a los que castiga.
Los hombres no le habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto que con ellos había tenido había sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, nunca había encontrado una voz amiga, una mirada benévola. Así, de padecimiento en padecimiento, llegó a la conclusión de que la vida es una guerra y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio y llevarlo consigo a su salida.

A los grandes creadores

A pesar de todo, creo o quiero creer que aún quedan vestigios de luz en un mundo que casi se ve sentenciado a la oscuridad. Nuestra vida, nuestra sociedad, nuestras ideas sufren de una contaminación manifiesta propiciada por el rumbo que decidieron tomar aquellos que escribieron -y escriben- la Historia, y construyeron las bases y los cimientos para modelar todo lo que hoy conocemos. Y ese todo, si no somos unos idiotas aborregados, no nos gusta, no podemos estar conformes con el escenario que hemos heredado. ¿Qué vemos a nuestro alrededor? ¿Qué perciben nuestros ojos al mirar (qué poca gente mira) este mundo nuestro que nos acoge? Hoy, tras un largo proceso evolutivo, cuando hemos tenido tiempo para asentar unas bases sociales e intelectuales para construír unas naciones y sociedades civilizadas, ausentes de aberraciones como los conflictos armados, la omnipresencia del poder opresor, o las religiones capaces de convertir a pueblos enteros en fanáticos asesinos, poco se puede salvar, nada o casi nada puede hacer que aún quede rastro de esperanza para nadie.

Pero afortunadamente aún quedan personas, como si de salvadores se trataran, que hacen que no todo sea una gran porquería que no merece la pena ser vivida, aún existen asideros para la dignidad, y pese a que no redimen a esta especie de su maldad infinita, permiten creer que pudimos ser mucho más de lo que somos, que este complejísimo cerebro nuestro tiene capacidad suficiente para crear, para imaginar, para hacer soñar, y no sólo para matar, esclavizar y someter. Aquellos creadores que ofrecieron su talento para parir obras inmortales, que pudieron elegir y eligieron regalar a la humanidad creaciones dignas de los dioses. Son ellos, los padres de todo arte los que apuntalan y aún sostienen una civilización condenada a su propia autodestrucción.

¿Qué sería de todo esto, de este peligroso y despiadado mundo si no exististieran esos refugios ocultos a la estupidez y estulticia que todo lo cubre? El arte y la cultura como escudo frente al cada vez más imperante reinado de lo simple y lo mendaz. Son esos escultores de sensaciones los que retienen la precipitación humana hacia el profundo pozo de la ignorancia.
Yo no admiro a futbolistas, ni a políticos (creedme, hay quien los admira), ni a estrellas de televisión o artistas prefabricados, yo admiro a aquellos capaces de ofrecernos algo por lo que merezca la pena pasar por la vida, que plasmen en imágenes, letras o notas musicales un mundo capaz de arrastrarnos a una dimensión sensorial superior y provocar la catarsis necesaria para hacernos sentir, y en consecuencia, vivir.

¿Podríamos imaginar los que amamos el arte un mundo carente de él? Probablemente sería un erial infinito, quizás un lugar donde el sometimiento colectivo a unos pocos poderosos sería aún más acusado que ahora, donde los fanatismos camparían en todos los estratos sociales. ¿Qué podríamos salvar de una tierra empobrecida intelectualmente? ¿De una sociedad cuyas mayores inquietudes fueran comer, dormir y follar?
Y son ellos, los creadores, los que han conformado esa isla donde muchos vamos a cobijarnos, una isla que quizás sea más grande de lo que creemos, porque ha conseguido erigir una sociedad que, aunque dispersa, algo numerosa, que realmente piensa que venimos al mundo para algo más que ver pasar los días uno tras otro sin tener el más mínimo interés en evolucionar, en aprender y en progresar.

Me paro a pensar y me pregunto cómo sería hoy todo esto sin personas como Homero, Shakespeare o Cervantes, o si Wilde o Melville no hubieran nacido. Imaginemos que Poe o Dostoievski no hubieran sentido la atracción por escribir, muchos puede que no fuéramos los mismos, y no exagero. La literatura, las letras jamás hubieran llegado más allá del simple entretenimiento, si es que hubieran llegado, y todo lo que hoy supone abrir un libro sin duda se lo debemos a ellos.
La música, ese arte prostituido hasta lo indecible, convertido en un mero mercado globalizado con productos creados para ganar dinero, también tuvo -y tiene- un puñado de maestros que elevaron esta disciplina casi hasta la divinidad, y no en vano hoy -pese a todo- está considerado como el arte más perfecto y sublime que existe. Pese a que el tiempo de Beethoven, Paganini, Verdi o Wagner ya pasó, queda su legado, su impronta que a día de hoy sigue indeleble en la memoria de tantos. Los pocos músicos verdaderos que aún mantienen la llama alejados de la comercialidad y la perversión, son los que realmente son dignos de admiración.
Igual que en el cine, que en estos tiempos corre por igual vereda que la música, falto de alma y sentimiento. Pero ahí están sus artesanos, desde sus mismos comienzos, Chaplin, Wilder, Ford, Kurosawa, Miyazaki, Scorsese, Coppola, Carpenter y un largo etcétera que nos han regalado tesoros inmortales en un arte casi advenedizo.

Podría hablar igualmente de los grandes pintores, escultores, pensadores y un sinfín de genios a los que esta condenada especie les debe tanto. Sin ellos, quizás muchos nos hubiéramos vuelto locos entre tanta basura colectiva. Pero no pienso sólo en los grandes personajes que dejaron su impronta en la Historia, ahí fuera hay auténticos artistas anónimos, mentes preclaras capaces de provocar la admiración a los que tenemos la suerte de conocerlos; blogs en Internet cuya lectura son todo un gozo por su altísima calidad, no sólo informativa, sino también literaria, pintores callejeros capaces de sublimar sensaciones en un trozo de cartón, músicos virtuosos que duermen entre periódicos y que jamás conocerán la fama…
A todos aquellos que nos regalaron el arte que corría por sus venas, a los que plasmaron emociones infinitas con su pluma o con su pincel, a los que con una cámara filmaron secuencias irrepetibles capaces de llevarnos al paroxismo, y en definitiva, a los que creásteis y creáis momentos inolvidables, ¡gracias!

Sobre libros y su maltrato en la sociedad

Hace tiempo, Rosa Montero, en una de sus columnas en ‘El País’, decía lo siguiente:

“Para qué nos vamos a engañar: de todos es sabido que nadie se molesta en robar un libro. O sea, sí los roban de los anaqueles de las librerías, yo creo que más por cleptomanía y por divertimento que por otra cosa; pero, fuera de ahí, no se los lleva nadie. Tú puedes dejar un coche lleno de libros a la vista, en la barriada más peligrosa y debajo de una farola sin luz, y cuando regreses a la mañana siguiente, las ventanillas de todos los coches adyacentes estarán reventadas por los rateros, pero las tuyas no. Vamos, que yo creo que dejar diseminados puñados de libros por el asiento posterior de un vehículo puede ser incluso un estupendo sistema antirrobos.”

¿Parece exagerado? Pues no lo es. Para la mayoría del mundo un libro no tiene  interés alguno más allá de rellenar una estantería en el salón con tres o cuatro ejemplares, que siempre queda bonito. La elección de la literatura como afición o como fuente de conocimiento ocupa un puesto muy secundario en la escala popular, quedando muy por debajo de otros divertimentos mucho más vacuos e insustanciales, como son la televisión o el fútbol, sin ir más lejos. El reflejo de esto es, por ejemplo, la dificultad de muchos escritores para ejercer su profesión y poder vivir más o menos bien de ella. Son muy pocos los que realmente viven de escribir, y la mayoría de los que consiguen cierto reconocimiento (a nivel de popularidad, no de calidad) suelen ser gracias a su mediocridad, adhesión a la moda imperante o a una gran campaña de marketing, que los hacen llegar al gran público con facilidad, pero ojo, a un público poco exigente y voluble en sus gustos literarios y culturales en general (y quizás haya cientos de autores mucho más valiosos que ven todas las puertas cerradas a la hora de publicar).

Quizás la industria se sostenga gracias a los superventas, a los deleznables productos que se venden como rosquillas, especialmente entre el público adolescente, cuyas pretensiones a la hora de elegir un libro son nulas, y sólo buscan un producto sencillo, directo, de ínfima calidad, y que esté en boga, algo así como el que prefiere comida basura para su dieta. No hay más que ver la ingente cantidad de ejemplares vendidos de sagas vampirescas y sucedáneos, que son devoradas por esas cándidas mentes que poco exigen a la hora de encarar una obra literaria.
Nunca he creído esa estupidez que dice que “lo importante es leer, da igual el qué”. ¿Realmente hay tanta cantidad de gente que piensa esto? No es por nada, pero leer, por ejemplo, algo de la famosa saga ‘Crepúsculo’ hace más mal que bien en las héticas neuronas de los incautos jóvenes.
Lamentablemente, el éxito de la mediocridad hace que miles de “escritores” -mejor dicho, aspirantes a escritores con ganas de llenarse el bolsillo- se lancen como hienas a por un trozo del pastel, y se edienten cientos de obras clónicas del éxito en cuestión, con una calidad incluso inferior -si es que esto es posible- a las originales (esto es extensible igualmente al cine o la música). En los últimos años hemos tenido varios ejemplos de esta avalancha de embaucadores, y con un rápido vistazo a cualquier librería podemos ver cientos de novelitas con vampiros y hombres lobo, sobre misterios históricos y conspiraciones de sociedades secretas, o epopeyas medievales con catedral de fondo.

Y si muchos son los que leen una literatura de dudosa calidad, más son los que ni siquiera huelen un libro en su vida. Gran parte de culpa de este hecho, aparte de una falta de formación en el ámbito familiar, la tienen los lamentables planes de estudio de los que gozan los jóvenes en sus primeros años de formación académica. ¿Por qué es tan importante una buena base literaria en la infancia y posteriores años? Porque es cuando somos más permeables, es en estos años cuando los cimientos que conforman la edad adulta deben construirse con firmeza. Pero no, resulta que a los jóvenes en las aulas se les obliga a leer los clásicos más complejos, lecturas sesudas y difíciles para iniciarse, y lógicamente les parecen inaccesibles, aburridas y tediosas, viendo la literatura como un ser abominable que les priva de otros divertimentos más activos y sociales. Obras de Cervantes, Galdós, Valle-Inclán, Góngora, Quevedo, etcétera no son propicias para iniciar a nadie en la lectura, y menos a unas mentes que aún están en fase de formación y buscan motivaciones más acordes a su edad (y en estos tiempos de acuciante reblandecimiento cerebral juvenil, la cosa se complica más). Y no estoy diciendo que no se estudie literatura clásica, todos debemos conocer como mínimo algo del Siglo de Oro, o las generaciones del 98 o del 27, si de literatura española hablamos, pero orientando a los alumnos a través de obras acordes a su edad y condición intelectual. Y pese al paso de los años, seguimos teniendo un sistema educativo que persiste en la contumaz tradición de endosarle a los jóvenes con calzador obras realmente difíciles.

Sin ir más lejos, yo mismo, que soy un lector más o menos regular, no me interesé realmente por la literatura hasta que decidí por mí mismo escoger mis lecturas. Nunca me atrajeron las duras obras que nos imponían, al igual que a mis compañeros, y nos veíamos desbordados por unos libros que poco nos dejaban entrever (posteriormente vi que era mucho). Y de forma natural, cuando mi afición literaria ya estaba asentada con libros elegidos según mi criterio, me dirigí sin ningún reparo a los clásicos, a esas obras que en mi primera juventud no me decían nada, para enfrentarme a ellos con una base lo suficientemente sólida para leerlos, entenderlos y comprenderlos, y a la vez estudiar a sus autores.

¿De quién es entonces la culpa del escaso peso que tienen los libros en la sociedad? Sin duda del poco interés cultural imperante, pero éste deriva de una educación deficiente y equivocada en el ámbito estudiantil y familiar, que incomprensiblemente nadie quiere ver, ni siquiera los profesores que supuestamente tienen una formación mínima para saber -pero no saben- inculcar a los alumnos el saber elegir sus preferencias literarias, orientar a los jóvenes para que consigan encontrar el tipo de género o autor que los seduzca para desarrollar la inquietud que los llevará sin duda a una mejor comprensión de un arte que parece estar avocado a una minoría cada vez más despoblada.

El libro y el mendigo

La Feria del Libro, esa semana donde los libros salen a la calle y la sociedad parece -sólo parece- menos inculta, los medios hablan de cultura, los escritores reciben a sus lectores -el breve tiempo que dura escribir una dedicatoria-, y se homenajea a la gran novela de las letras españolas conmemorando el fallecimiento de su autor.
Sí, me gusta salir a ver los expositores atestados de libros y gente agolpada alrededor de ellos intentando hacerse con uno o dos ejemplares. Es agradable vivir la Feria del Libro, sí señor.

Pues bien, tras mi adquisición en la minúscula feria de mi analfabetísimo pueblo -3 estantes la formaban, pero como dice el dicho, no se pueden pedir peras al olmo-, ‘Eugenia Grandet’ de Horoné de Balzac fue el elegido, iba caminando por la calle y, cosa rara, se me acerca un indigente -de los de guitarra y cartón de vino-, y muy educadamente me pregunta que qué libro llevaba, qué me había comprado unos metros más abajo. Imagináos mi desconcierto, creyendo yo que vendría a pedirme alguna moneda o billete -algunos no se cortan-, cuando escuché esas palabras. Tras una mirada interrogatoria por mi parte -o de asombro, no sabría decir-, el sin techo, acostumbrado a todo tipo de recelos, me dice: “tranquilo, no te lo voy a quitar”. Claro estaba, eso ya lo sabía, su estado de semiembriaguez le hubiera impedido huír más de cien metros, y sin ningún reparo y también con mucha curiosidad, le pasé mi barato ejemplar de 3 euros.
Su rostro, tornado de color purpúreo sin duda gracias al vino, era de interés, meditado, como si estuviera buscando en su memoria -quizás mirando hacia atrás, hurgando en unos años más felices-, miraba una y otra vez la cubierta pero sin decir palabra. Ante el mutismo del hombre, acerté a decir: “Balzac es un gran escritor, ¿lo conoce?”. Tras unos segundos de silencio, dijo “Sí, algo recuerdo”. Curisosa respuesta, a lo que siguió una pregunta que me dejó asombrado: “¿Y tú conoces a Saramago y Benedetti?”. Me sorprendí, sí, tengo que reconocer que mi sorpresa fue mayúscula; Saramago y Benedetti, no unos cualquiera precisamente. Asentí, a la vez que soltaba un “fabulosos escritores”, tras lo que él me dijo con cierto tono de pillería -como si supiera o adivinara que mi respuesta iba a ser negativa-: “¿Has leído ‘El monje que vendió su Ferrari’?”.

Y allí estaba yo, siempre ignorante, a decirle a aquel buen hombre que no, que no lo había leído, pero no me dejó articular palabra, sino que ¡me mandó directamente a la biblioteca! No daba crédito, y encima me aconsejó que fuera de su parte, que no me preguntarían nada y directamente me obsequiarían con el ejemplar, sin ningún problema. Alucinando -a falta de otra palabra más precisa- le dije que sí, que cuando pudiera iría en su nombre a por él, a lo que él apostilló: “pero lo devuelves, que cuando me vaya me lo tengo que llevar”. Realmente curioso. No sé si serían los efectos alcohólicos pero el buen hombre estaba convencido de que el libro de la biblioteca era suyo, y por tanto podría prestarlo a quien quisiera, para luego, claro, reclamarlo cuando se fuera de la ciudad (¡!).

Tras una afectuosa despedida, no me podía ir evitando pensar en lo sucedido, no todos los días un vagabundo le habla a uno de libros, y de eminencias como Benedetti o Saramago o Balzac, y de libros en bibliotecas sobre los que tiene potestad -esto último, creo, consecuencia de la influencia etílica-. Pero si nos paramos a pensar en el insólito hecho, lo más sorprendente es que este hombre que las está pasando canutas en la vida (o por lo menos mientras está sobrio), sabe más de cultura de que muchos que le vuelven la cara cuando les implora una moneda. ¿Cuántos de esos que visten con traje, corbata, maletín de piel, tacones o bolso de Gucci, habrán oído hablar de Balzac, Saramago o Benedetti? Y sin embargo, quizás por azarares de la vida o quizás por equivocaciones que cualquiera puede tener, el que está en la ignominia es ese que ha leído a los grandes maestros de la literatura, el que alberga en su mente quizás bastos conocimientos, y el que está en su oficina a cuerpo de rey es el que no alcanza a saber más allá de esas cuatro paredes. Ah, los caminos de la injusticia son inescritables.

Hay mucha sabiduría en las calles, mucho arte ignorado, mucha cultura enterrada. Sólo tenemos que pararnos a ver esos pintores callejeros, capaces de dibujar obras maestras dignas de museo, músicos -no los de organillo y acordeón, sino músicos de verdad- que más que en los pasillos del metro merecerían estar en los asientos de una filarmónica, puede que escritores capaces de construir las más bellas obras literarias. Sí, todos ellos quizás tengan mucha más simiente cultural y artística que la mayoría de nosotros, y que nunca somos capaces de apreciar en su extensión -pasamos junto a un retrato o una melodía y ni siquiera nos detenemos a ver o escuchar, ignorantes de nosotros-.
Cuando abrimos los ojos a la realidad es cuando somos conscientes de que muchos que están abajo deberían estar arriba, donde están los analfabetos de verdad, y viceversa. Nos damos cuenta cuán injusto es el mundo, y cuán injustos somos al mirar con desdén al que posiblemente sea mucho más que nosotros.